Corría el año 1963 cuando mi padre, Carmelo Cembrero, fue contratado en Luxemburgo por la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), una de las tres instituciones que más tarde conformarían la Unión Europea. Cuatro años después fue titularizado funcionario -19 años antes del ingreso de España- convirtiéndose en el primer español, junto con el catalán Josep Sans Arrufat, al servicio de la Comisión Europea en Bruselas.
Fueron dos excepciones achacables a motivos políticos. Mi padre era un exiliado democristiano (había participado en el “Contubernio de Múnich” en 1962) al que sus correligionarios europeos echaron una mano. Sans Arrufat era miembro de ERC; a principios de 1939 huyó del avance franquista en Cataluña y también contó con apoyos políticos para encontrar un trabajo en Bruselas.
Conocí en aquellos años, en Luxemburgo y en Bruselas, una Comunidad Europea, más tarde llamada Unión, sin británicos. La lingua franca de los pasillos de las instituciones era el francés que también se utilizaba para redactar la casi totalidad de los documentos de trabajo. En mi colegio, la Escuela Europea, no hubo alumnos británicos hasta el otoño de 1973 y el inglés se estudiaba como segunda lengua extranjera después del alemán o del francés.
Nos enseñaban la historia de Europa, la geografía de Europa, no la de un país o una región. Nos mezclaban en las clases a alumnos de varias nacionalidades para que confraternizáramos. Los profesores se mostraban a veces orgullosos de que chavales de países que veinte años antes estuvieron en guerra pudieran jugar pacíficamente. Cuando se inauguró, en 1953, la primera Escuela Europea en Luxemburgo, mucho antes de que yo llegara, los vecinos del colindante barrio de Limperstberg se acercaban al patio a la hora del recreo para comprobar que niños franceses y alemanes eran capaces de jugar sin pelearse, según me contaron mis profes años después.
Estos mismos profesores, franceses y alemanes en su mayoría, dejaban caer entonces que los británicos eran unos “bichos raros”. Habían jugado un papel clave en la derrota del nazismo, pero no querían participar en la fiesta de la reconciliación post guerra que celebraban los seis fundadores de la Comunidad Europea encabezados por Alemania y Francia. Al final se sumaron, en enero de 1973, y la fiesta se tiñó de los colores de la Unión Jack.
A mediados de los años 90 trabajé un breve periodo de tiempo para la Comisión Europea. La lingua franca era ya el inglés -hoy en día lo es aún más- y el 80% de los documentos de trabajo se redactaban en ese idioma, entonces ya el más estudiado en las Escuelas Europeas. Los aspirantes británicos a trabajar en las instituciones europeas y en todo ese mundo de lobbies, asociaciones profesionales, think-tanks que les rodea partían con ventaja gracias a su dominio de la lengua de Shakespeare. Y si los sucesivos gobiernos británicos no moldearon más el proyecto europeo fue porque, con frecuencia, en vez de participar plenamente, jugaron a la contra dejando que Berlín y París fijaran el rumbo.
Hasta el año pasado nunca se me pasó por la cabeza que esta construcción europea, que casi vi nacer, fuera reversible. En 2015, ante la mayor crisis de refugiados/inmigrantes desde la II Guerra Mundial, llamando a las puertas de Europa, interpreté el “sálvese quien pueda” de algunos de los recién llegados al “club europeo” como un primer síntoma del resquebrajamiento de la UE. El “sí” al Brexit, en parte motivado por el miedo a la inmigración, confirma mis peores temores. Una mayoría de votantes británicos nos ha aguado la fiesta de la reconciliación que desde hace tiempo ya languidecía.
No saben que en un continente envejecido -el Reino Unido tiene un índice de fecundidad de 1,8 hijos por mujer y España del 1,3- se necesita incentivar la natalidad, pero esa es una política que solo da resultados a largo plazo. A corto y medio plazo se necesitan inmigrantes. Si Londres es la ciudad europea con el mayor PIB es gracias a todos esos inmigrantes, europeos y no comunitarios. ¿Cómo es posible que lo hayan olvidado a la hora de votar?
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