Más allá de las visiones tecnocráticas de la educación –de las que deberíamos de huir-,
siempre tenemos que preguntarnos de qué manera nuestros sistemas educativos pueden
ayudar a formar buenos ciudadanos. Somos herederos de una tradición que, ya desde
Aristóteles, ha mantenido que las virtudes, incluidas las virtudes cívicas, son
susceptibles de adquirirse por el camino del aprendizaje. Es verdad que ese aprendizaje,
y más en nuestra época, no descansa exclusivamente en la escuela. Vivimos en un
mundo muy abierto, en el que, desde muy temprano, el ser humano está sometido a muy
variadas influencias, que desbordan ampliamente el espacio vital en el que se mueve: la
familia y la escuela.
Precisamente por eso la escuela debe reflexionar sobre qué es lo más valioso que puede
transmitir y ofrecer a los alumnos para que puedan ejercer, de manera libre y
responsable a lo largo de su vida, ese complejo conjunto de derechos y deberes, en que
consiste la ciudadanía. La formación cívica debe concebirse como un entrenamiento
para poder desarrollar sus responsabilidades como ciudadano y contribuir al bien común
de la polis. Pero la formación cívica no debe, en ningún caso, estar de espaldas a la
realidad histórica en la que ha de desenvolverse el alumno. Por ello, en función de esas
condiciones históricas, hemos de dar respuesta a la pregunta sobre qué bagaje
conceptual mínimo debe adquirirse para que el entrenamiento sea verdaderamente
eficaz. Es esencial, por ello, que en la formación cívica se vaya descubriendo el
entramado de instituciones y normas, y el por qué de ellas, en las que se desenvuelve la
vida de la polis y permite su progreso en un orden de libertad.
Precisamente este año estamos conmemorando el trigésimo aniversario de un
acontecimiento verdaderamente histórico para España: su ingreso en la Unión Europea.
Probablemente la sociedad española no es todavía suficientemente consciente de la
trascendencia histórica que ha supuesto tal acontecimiento. Con él concluía la labor de
la Transición. La recuperación de nuestra democracia tenía un feliz colofón. La
democracia plasmada en la Constitución de 1978 quedaba esencialmente vinculada al
proyecto de construcción europea.
España dejaba atrás un prolongado aislamiento que le había apartado del concierto de
las naciones europeas durante más de dos siglos. España, fuera del marco europeo, no
dejaba de ser una entidad extravagante y como desnortada, ensimismada en estériles
litigios domésticos. El ingreso de España en la Unión Europea suponía la recuperación
de su engarce histórico. Pero, además, -y esa es la circunstancia feliz- lo hizo
integrándose en el proyecto más sugestivo y fecundo para Europa de los últimos
tiempos. Porque el proyecto que se inicia con la célebre Declaración de Robert
Schuman del 9 de mayo de 1950 tiene un claro rumbo: la configuración de Europa
como una Unión Política de corte federal. Ese es el camino que, con el impulso del
Congreso de La Haya de 1948, emprende Europa y al que se incorpora España treinta y
cinco años después de su momento fundacional.
El proyecto europeo, tras los avances que se han ido produciendo en él, modifica de
modo substancial las coordenadas de una “vieja ciudadanía”, en la que se habían
instalado las naciones europeas. Ya el Tratado de Maastricht (1992) proclama con
solemnidad la “ciudadanía europea”. La Unión deja de concebirse como una comunidad
de Estados para convertirse en una “comunidad de Estados y de ciudadanos”.
La asunción del concepto de “ciudadanía europea” debe ser un elemento clave para la
formación cívica que nuestro tiempo reclama. Implica la superación de conceptos
caducos, aunque hayamos vivido de ellos durante siglos, que ya no responden a las
exigencias de nuestro presente y, sobre todo, de nuestro futuro. Un caso emblemático es
el de soberanía de los Estados. El filósofo francés Jacques Maritain combatió
vigorosamente durante la segunda guerra mundial la pervivencia de este concepto. “Los
dos conceptos de Soberanía y Absolutismo –escribió- han sido forjados en el mismo
yunque. Juntos deben ser desechados ambos”. Y su influencia fue decisiva en algunos
de los “padres fundadores” de la Unión Europea, como Schuman, De Gasperi o
Adenauer.
Una verdadera formación cívica de carácter europeo –la única propia de nuestro
tiempo- exige, por tanto, una seria revisión de las coordenadas conceptuales con las que
nos hemos nutrido. Desde luego, ha de tener una orientación transversal. Empezando
por un factor instrumental de primer orden: la cuestión de la lengua. Toda comunidad
requiere una lengua franca, una lengua de comunicación entre quienes forman parte de
tal comunidad. Europa, con su diversidad lingüística, ha asumido por la fuerza de los
hechos, sin necesidad de ninguna imposición “legal”, que el inglés es y será su lengua
franca. El sistema educativo español está haciendo un gran esfuerzo en lugar un
adecuado nivel de aprendizaje del inglés por las nuevas generaciones. El esfuerzo tiene
que continuar e intensificarse, porque es indispensable como herramienta del ejercicio
de la “ciudadanía europea”.
Si se me permite la expresión, deberíamos europeizar al máximo la formación cívica de
nuestros escolares, con una visión integral de la misma. El estudio de la historia debe
tener en cuenta, cada vez con más intensidad, el ámbito europeo. Y lo mismo debe
suceder en el tratamiento de las Humanidades, con la historia de la filosofía, que es la
historia de nuestro pensamiento, como su eje vertebrador. Porque la Unión Europea no
es un mero artefacto para facilitar acuerdos y reglas comunes en el espacio en que
vivimos más de quinientos millones de ciudadanos. Debe ser la expresión política de
una realidad histórica, que descansa en una civilización común, que fue fraguándose a
lo largo de los siglos, a partir de las “tres colinas” (Atenas, Jerusalén y Roma), en base a
cuyos valores-eje proyectamos nuestro destino común. Tiene razón Marcelino Oreja, en
el excelente prólogo del libro que presentamos hoy, cuando dice: “Solo los valores
salvarán la síntesis europea. Los valores crearon Europa y los valores la mantendrán en
tierra firme.(…)Adentrémonos de nuevo en las tradiciones judeocristiana y grecolatina,
que fueron las verdaderas fuentes de inspiración de nuestros padres fundadores”.
Hace ya tiempo, José Luis Aranguren reivindicaba un “nuevo humanismo”, capaz de
“enfrentarse a problemas nuevos como el de la asimilación de la técnica y el de la
justicia social”. Pero aclaraba que tal humanismo “no puede prescindir” del humanismo
clásico, “porque no es sólo que esté en nuestro origen sino que es nuestro origen”.
Renunciar al origen sería tanto como abjurar de ser lo que somos.
El libro, que ha dirigido mi buen amigo Rafael Ripoll, y que ahora presentamos, es un
magnífico instrumento para el propósito que he querido defender en las reflexiones que
acabo de hacerles. No voy a hablar de su contenido, ya que lo hará mucho mejor, desde
luego, Rafael Ripoll. Pero, antes de concluir, permítanme decirles dos cosas. La primera
es que la breve síntesis histórica de Europa, a la que se dedica su capítulo primero,
muestra –lo que ya sabemos, por otra parte,- la posibilidad y fecundidad de una historia
común de ámbito europeo, que debería ser un bagaje imprescindible para cualquier
bachiller europeo. La segunda y última, felicitar a los colaboradores de la obra, porque,
en lenguaje asequible y claro, han sabido dar una visión completa de la Unión en su
realidad compleja (institucional, económica y social). En todos ellos late un sano aliento
europeísta, que agradezco vivamente.
Lo que les he pretendido decirles, queridos amigos, se puede resumir en muy pocas
palabras: en nuestro siglo y en España la formación cívica será europea, o no lo será.
Este libro va en esa dirección, que es la buena dirección.
Palabras pronunciadas por Eugenio Nasarre, Presidente del Consejo Federal Español
del Movimiento Europeo, en el acto de presentación del libro “La Unión Europea:
organización y funcionamiento” (Director Rafael Ripoll Navarro, editorial Tirant lo
blanch).
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