Los inmigrantes y la trampa del Brexit

Finalmente, se ha confirmado que el factor inmigración, los recelos ante la llegada masiva de  extranjeros por parte de un amplísimo sector de la “clase trabajadora” británica, iba a resultar determinante en el voto sobre si quedarse en la Unión Europea o marcharse.   Consumada la victoria del Brexit, muchos europeístas dentro de Gran Bretaña reconocen (lo hacen voces autorizadas próximas a los gobiernos laboristas) que no supieron enfrentarse en su día, ni con argumentos ni con hechos, a ese estado de opinión, a esa percepción popular que iba ganando terreno social: “Aquí hay demasiados extranjeros”. “Los inmigrantes nos quitan el empleo y los recursos”. “Polacos y rumanos se aprovechan de nuestras prestaciones” “Con los inmigrantes, las colas para el médico aumentan cada día y la vivienda se pone a precios imposibles”. 

     Es cierto que Gran Bretaña ha sido y sigue siendo el destino soñado de muchos migrantes y refugiados (a ello contribuyen sus generosos beneficios sociales y su reducido desempleo en la actualidad), pero también lo es que la mayor parte de la inmigración que llega a suelo británico no procede de la Unión Europea. Muchas ciudades del Reino Unido, y no solo Londres, presentan un rico panorama multiétnico y multicultural, como no podía ser de otro modo en un país con un pasado colonial determinante. Nada de eso tiene que ver con la construcción europea ni puede cambiar con el Brexit.    

    El rechazo a los inmigrantes es un fenómeno general, que se extiende de forma más que preocupante también… en el continente.  A la propaganda de los grupos ultraderechistas, que viven un éxito irracional en Europa con su mezcla de mensajes nacionalistas, antieuropeos y abiertamente xenófobos y racistas, se ha unido el efecto indirecto de los atentados terroristas, que han venido a robustecer esa tendencia a asociar extranjero y delincuente, inmigración y terrorismo, con el argumento añadido de que entre los refugiados que llegan de Oriente Medio pueden venir yihadistas disimulados.   

    Ha quedado clara la insolidaridad de ciertos países recientemente incorporados a la Unión Europea, y pertenecientes en su día a lo fue el bloque comunista, en su negativa a admitir a grupos humano que identifican como pertenecientes a culturas o religiones diferentes y problemáticas,  saltándose los acuerdos comunitarios e incumpliendo la obligación de dar asilo a quienes se han visto obligados a abandonar su país por la persecución y las guerras.   

    España ha recibido en las últimas décadas una nutrida proporción de ciudadanos extranjeros. Desde finales del siglo XX, hasta el estallido de la crisis en 2008, este país pasó de 42 a 47 millones de habitantes. Y las expresiones de alarma o de rechazo, o los planteamientos del tipo de “los españoles primero” no han sido significativos más allá de lo muy marginal.  Es cierto que fue fácil incorporar a inmigrantes procedentes en buena medida de países de Iberoamérica, que hablan español y tienen costumbres y cultura no muy diferente de las de España. 

    Tampoco ahora, con un desempleo que se mantiene en torno al 20 por ciento y con muchos jóvenes españoles buscando fuera el trabajo que no encuentran en su país, se han producido reacciones xenófobas de verdadera significación. No existe una extrema derecha antiinmigración que explote a su conveniencia y provecho los problemas del momento.   

    Los informes y encuestas apuntan a que se reduce el número de los que “valoran negativamente la influencia de los inmigrantes en el mercado laboral” y que se considera  más positivamente “la sociedad multicultural”.  Aunque, eso sí, el hecho de “percibir una inmigración más controlada” ayuda a mejorar la actitud hacia ella.

     En los últimos años España ha tenido su propia presión migratoria procedente del sur, aunque ahora  los acuerdos con Marruecos parecen funcionar y las llegadas por esa vía se han reducido drásticamente. En España no hay barrios étnicos compactos y consolidados de la envergadura de los que existen en Gran Bretaña,  en Francia o en Bélgica, que de vez en cuando dan un dramático toque de atención. Los españoles perciben en su mayoría el terrorismo yihadista como la principal amenaza desde el exterior, según los estudios especializados, pero no consideran que la inmigración o la llegada de refugiados sea uno de los problemas del país.  Lo cual parece dejar claro que en España la gente no asocia inmigración con terrorismo internacional o yihadismo.

    Los rumanos son la nacionalidad extranjera más numerosa entre los residentes en España, casi 800.000 en total, seguidos de los marroquíes, alrededor de setecientos mil. Los británicos que viven en España son, por cierto,  unos 260.000, y es a estos a los que, muy probablemente, les preocuparán las consecuencias directas e indirectas, económicas ante todo, del resultado del referéndum del 23 de junio.

    En Gran Bretaña, un país dividido en clases sociales (y cada vez más, según la percepción de la gente), esa parte de la población que se siente castigada por la situación económica y bloqueada en sus aspiraciones, ha sido sensible a los datos falsos y la propaganda burda de unos políticos y una prensa que han sabido explotar el miedo, el rechazo a los extranjeros y el rencor social.  Muchos lo veían  venir, aunque pocos querían verlo.

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