Europa había quedado devastada tras la segunda guerra mundial. En el llamado Congreso de
Europa (La Haya, mayo de 1948), que congregó a ochocientas personalidades del mundo de la
política, de la economía, de la cultura y de las organizaciones sociales representativas, y que
presidía Winston Churchill, se describía la situación europea con tintes dramáticos. En sus
Resoluciones finales se afirmaba que los “estragos causados por seis años de guerra… habían
dejado a Europa al borde de la ruina”. “Nuestra Europa desunida se encamina a su fin”.
Constituía una necesidad imperiosa la reconstrucción material, política y espiritual de Europa.
Era la tarea que tenían que emprender las democracias libres del continente, de nuevo
trágicamente dividido por la expansión del bloque soviético. En ese clima la gran aportación
del Congreso de La Haya fue el convencimiento de que “ninguno de nuestros países puede
resolver por sí solo los problemas que se le plantean”. Y de ahí surge la propuesta
“revolucionaria” del Congreso: “Ha llegado la hora en que las naciones de Europa transfieran
algunos de sus derechos soberanos para ejercerlos en adelante en común”. El dogma de la
soberanía, pieza angular de la construcción de la Europa moderna, saltaba por los aires en el
Salón de los Caballeros del Parlamento holandés. Este es un punto clave para entender el
proceso de integración europea.
En el mismo año 1948 se ponía en marcha el Plan Marshall, acordado en Washington un año
antes, con una financiación colosal (13.000 millones de dólares de la época, que representaban
aproximadamente el 1 por 100 del PIB norteamericano), que sería una ayuda decisiva para la
reconstrucción material de aquella Europa en ruinas. El éxito del Plan Marshall fue
espectacular. En los cuatro años de su vigencia (1948-52) los quince países beneficiarios,
experimentaron un intenso crecimiento, que sería la base de la prosperidad económica de las
dos décadas siguientes. Diversos estudios han puesto de relieve que el nivel de formación que
existía en los países europeos fue uno de los principales factores del éxito del Plan Marshall.
En efecto, Europa se había dotado de unos sistemas educativos que se habían ido fraguando a
lo largo del siglo XIX, al compás de sus “construcciones nacionales” en el marco del nuevo
mapa europeo surgido tras la convulsión napoleónica. El modelo de aquellos sistemas
educativos estaba basado en tres niveles: una educación primaria o básica, que debía alcanzar
a la generalidad de la población y que proporcionaba una “alfabetización funcional”; unas
enseñanzas medias, cuya columna vertebral era un exigente bachillerato con fines
propedéuticos; y unos estudios superiores, residenciados en las Universidades clásicas y en
otras instituciones de enseñanza superior (Politécnicos y otros centros afines), que
suministraba cuadros bien preparados para el ejercicio de las distintas actividades en unas
sociedades en fuerte proceso de modernización económica. A ello se añadía, con un carácter
más flexible e informal, unas enseñanzas profesionales que proporcionaban la formación para
los cuadros intermedios y los oficios.
Ese modelo era muy semejante en los países que reconstruyeron sus democracias en la
postguerra. Y pervivió hasta finales de los años sesenta. El vendaval del 68 certificó la
necesidad de abordar reformas para acomodarlo a las exigencias de los nuevos tiempos. El
movimiento de reformas no fue un fenómeno circunscrito a países singulares, sino que tuvo un
alcance europeo, aunque las soluciones presentaran variantes de carácter nacional.
Mientras tanto, durante las tres primeras décadas del proceso de integración europea, la
educación tuvo una presencia marginal. Los Estados eran muy celosos en mantener sus
competencias educativas, al ser deudores de una visión anclada en el fundamental papel que
desempeñaron en sus “construcciones nacionales”. Ceder soberanía en materia educativa era
considerado por los Estados como algo inaceptable. Se atribuye a Jean Monnet la frase “si
tuviera que empezar de nuevo, empezaría con la educación”. La frase es apócrifa, pero pudo
haberla dicho en petit comité, porque a medida que avanzaba el proceso de integración se
desvelaba la importancia de una “convergencia educativa” para asentar con bases sólidas el
proyecto de una Europa con un destino común.
Sólo en el Tratado de Maastricht (1992) aparece la educación en los textos normativos
europeos, aunque de modo muy modesto, dedicando a la materia dos artículos (126 y 127),
que prácticamente en sus propios términos se reproducen en el Tratado de Lisboa de 2007
(arts. 165 y y 166). Arrancan con una proclamación que, con todas sus cautelas, encierra una
potencialidad normativa, de esas que asustan a los brexiteros y a todos los euroescépticos.
Conviene leerla con sosiego. Dice así:“La Unión contribuirá al desarrollo de una educación de calidad fomentando la cooperación entre los Estados miembros y, si fuese necesario, apoyando y completando la acción de éstos
en el pleno respeto de sus responsabilidades en cuanto a los contenidos de la enseñanza y a la
organización del sistema educativo, así como de su diversidad cultural y lingüística”. Aclara el
mismo artículo que actuará con medidas de fomento y con recomendaciones, “con exclusión
de toda armonización de las disposiciones legales de los Estados miembros”.
Si la leemos atentamente, es una redacción que se atiene al principio de subsidiariedad. Pero –
como sabemos- este principio es bifronte, ya que no excluye la acción del ente superior, en
este caso la Unión Europea, cuando el ente inferior no está en condiciones de alcanzar los
objetivos predeterminados o satisfacer las necesidades consideradas de interés general. El
Tratado habla de “apoyar y completar” la acción de los Estados y las tareas que explícitamente
establece son de una gran amplitud (desarrollar la dimensión europea de la enseñanza,
aprendizaje de lenguas, movilidad de estudiantes y profesores, cooperación entre los centros
docentes, etc.). Y todos estos ámbitos tienen una fuerza expansiva, que puede caminar hacia
una mayor integración de sus realidades educativas, aunque sea por vías indirectas.
En todo este período la Unión Europea ha actuado con un triple método: a) con medidas de
fomento, que, aunque de alcance limitado, han tenido unas consecuencias muy beneficiosas
para la legitimación misma del proyecto europeo. El programa Erasmus se ha convertido en
uno de los programas más populares y que cuenta con mayor adhesión en la ciudadanía
europea. En segundo lugar, con la técnica del benchmarking, mediante la cual los sistemas
educativos se comparan, se van examinando mutuamente y, de ese modo, se han podido
analizar sus debilidades y fortalezas en comparación con los demás. Este método ha tenido
una creciente influencia en la dinámica de las realidades educativas de los países europeos. Y,
en tercer lugar, mediante el establecimiento de unos “objetivos”, que, aunque tienen el valor
de recomendaciones, acaban convirtiéndose en auténticos compromisos políticos, que marcan
la agenda y el debate político en cada uno de los Estados. Es el caso de los Objetivos 2020.
Mi experiencia en los dos años en que participé en los Consejos de la Unión Europea fue
extraordinariamente positiva, pues en ellos se producían interesantes debates sobre los
puntos neurálgicos de los sistemas educativos y se ponían de manifiesto los problemas y las
dificultades para abordar reformas.
En este marco nos tenemos que seguir moviendo en el futuro. Pero ahora nos toca extraer de
él todas sus potencialidades. Les confesaré que el hecho de que la Unión Europea no tenga
una capacidad normativa directa, ni pueda “armonizar” sus sistemas educativos, no me
preocupa demasiado, porque cada vez creo más en la libertad y en la flexibilidad que en
normas rígidas, que se nos antojan como el bálsamo de Fierabrás. Con inteligentes medias
indirectas y orientaciones se puede hacer mucho por la mejora de los sistemas educativos y
por una “convergencia educativa”, basada en la calidad y en la igualdad de oportunidades, que
resulta imperiosa para el futuro de la sociedad europea.
En todo caso, debemos tomar conciencia de que la próxima década debería ser la del
“protagonismo de la educación” en el seno de la Unión Europea, y, por lo tanto, se impone
impulsar una intensa cooperación con instrumentos y mecanismos innovadores.
Cuatro son, al menos, las razones que sustentan ese salto cualitativo hacia una más intensa
cooperación.
Primero, el tejido de relaciones que forman la realidad europea de hoy es de una densidad
impensable hace unas pocas décadas. La mayoría de las empresas se mueven en el espacio
europeo, las profesiones son trasnacionales, la movilidad es una realidad imparable. Más de 60
millones de personas viven en un país europeo distinto del de su nacimiento y más de la mitad
son intracomunitarios. La educación no puede quedar rezagada ante esta imponente realidad.
La aventura del Brexit va a demostrar la profunda interdependencia en la que vivimos.
Segundo. En el modelo socioeconómico adoptado por la Unión Europea, la “economía social
de mercado”, el empleo ocupa un lugar central, de modo, que la consecución del pleno
empleo, según el artículo 3 del Tratado de Lisboa, es una de las orientaciones fundamentales
de las políticas sociales y económicas. Sabemos que en la “sociedad del conocimiento” el
empleo está ligado cada vez más a la formación y este vínculo se va a acrecentar en la
“revolución digital” en marcha, que va a modificar substancialmente el mercado de trabajo. El
reto para los sistemas educativos es formidable y ello exigirá acentuar la dimensión europea
de la educación.
Tercero, la ciudadanía. Para los avances hacia una mayor integración de la Unión, es
imprescindible reforzar el concepto de ciudadanía para alumbrar un verdadero demos
europeo. Como ya dijera Madariaga, ello exige una “conciencia europea”. Y la habrá -decía
Madariaga- cuando los españoles digan “nuestro Chartres”, los ingleses “nuestra Cracovia” y los
alemanes digan “nuestra Brujas” y con naturalidad digamos “nosotros los europeos”. La
escuela también tiene una misión fundamental para esta tarea. Una historia común de Europa
debe abrirse paso en el proceso formativo de las futuras generaciones de europeos y el
estudio de sus instituciones debe formar parte del bagaje de conocimientos.
Y cuarto. La cohesión. La “gran crisis” desatada en 2008 y cuyas secuelas todavía padecemos,
ha puesto de relieve la necesidad de la “cohesión” para que pueda funcionar un mercado interior basado en las cuatro libertades. Pues bien, en el centro de las políticas de convergencia y de cohesión deben situarse las políticas de formación. Debería pensarse en crear un “fondo de cohesión educativa” a nivel europeo para impulsar las medidas que faciliten
la igualdad de oportunidades en la nueva economía tecnológica y digital.
Europa ha ayudado a tejer grandes y fructíferos acuerdos a lo largo de nuestra democracia. Ha
sido partera de reformas e innovaciones que necesitaba España para ponerse a la altura de su
tiempo. ¿Por qué no mirar nuestros desafíos y objetivos con esta perspectiva? ¿No sería
deseable un gran compromiso nacional sobre los objetivos educativos con dimensión europea?
El Movimiento Europeo estaría dispuesto a animar y a colaborar en esta tarea.
Eugenio Nasarre
Vicepresidente del Movimiento Europeo de España
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