No hay clara conciencia del cambio que ha supuesto la integración de los denominados Países de Europa Central y Oriental (PECO) en la Unión Europea. Pero basta una mirada al mapa continental para ver que la extensión ha sido inmensa. Abarca miles de kilómetros cuadrados de mayor espacio económico, decenas de millones las personas y una gran actividad productiva y comercial; pero también cabe valorar aspectos cualitativos, como la consolidación de una nueva organización política y económica en varios estados, amén de la interacción social en los ámbitos educativo y migratorio, principalmente.
Durante treinta años de vigencia de los Tratados de Roma no se había llegado siquiera al reconocimiento mutuo de la CEE y el Consejo de Ayuda Económica Mutua (COMECON o CAEM), alcanzado al fin en 1988. Las reformas impulsadas por Gorbachov hicieron posible una aproximación, que se vio superada por los acontecimientos, caída del Muro de Berlín incluida. Desde que la RDA se incorporó directamente en la Europa de la integración, desfilaron por la entrada de la Unión Europea un conjunto de estados cuyo comercio con la Europa Occidental hace treinta años tenía una magnitud similar al que esta mantenía con Suiza. En 2004 se adhirieron en bloque 7 de los países del Este: República Checa, Estonia, Letonia, Lituania, Hungría, Polonia y Eslovaquia y tres años más tarde lo harían Bulgaria y Rumanía.
El cambio precipitado de sistema económico durante aproximadamente tres lustros no habría sido suficiente aval para la entrada de no haber mediado condiciones particulares. Por una parte, conviene recordar el soporte que la UE había dado a un área inmensa en la que se desmoronaba un aparato productivo viejo y ajeno al mercado; por otra estaba el interés de algunos estados miembros de la UE, particularmente Alemania y el Reino Unido, en la expansión a estos nuevos mercados con grandes expectativas de negocio. Y no cabe dejar de lado los profundos vínculos históricos existentes.
Hubo una mejora económica de los PECO que fue previa a su entrada en la UE, si bien se produjo dentro de un marco en el que el apoyo occidental fue indudable. Esa importante mejoría se ralentizó al surgir la crisis económica, si bien aumentaron las nuevas localizaciones industriales en un área contigua a la zona de mayor peso económico de la UE, se produjo una emigración significativa a países con mejores condiciones de vida e incluso algunos estados aprovecharon la mayor capacidad para adoptar una política económica con menores restricciones, precisamente por no haberse incorporado a la Unión Económica y Monetaria.
El crecimiento del PIB y del comercio ha sido generalizado en los socios incorporados durante este siglo. La ampliación desde hace quince años supuso añadir una decena de nuevos estados miembros con quienes veinte años antes apenas había relación y, al margen de problemas como la deriva autoritaria húngara, el shock previsible por una entrada tan rápida y simultánea de varios estados ha sido asimilado, incluso en un escenario de crisis económica como el que se produjo por causas externas. ¿Alguien puede imaginar que hubiera sucedido si la UE no hubiese acogido a los vecinos del Este cuando quebró estrepitosamente su modelo de desarrollo? Afortunadamente, el papel jugado por la UE ha permitido dejar dicha pregunta en el campo de la retórica y constatar que se han producido efectos económicos positivos acordes con la teoría de la integración. El conjunto de la UE se ha fortalecido y se ha consolidado un bloque económico de mayor peso y diversidad al completar el mapa europeo sin generar excesivas tensiones ni desequilibrios preocupantes.
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