La famosa foto de aquel 25 de marzo de 1957 en la Sala de los Horacios y Curacios del Campidoglio romano no nos debe provocar nostalgia, aunque sí sea justo ser recordada. En ella aparecen sentados los jefes de estado y de gobierno de los seis Estados fundadores de ese “salto a lo desconocido”, como con humildad calificó Robert Schuman la gran aventura de la construcción de la integración europea. Fue el ya viejo canciller Adenauer quien, antes de proceder a la firma de los Tratados de Roma, tomó en primer lugar la palabra y con gran satisfacción dijo: “Hace poco tiempo existían muchos detractores que pensaban que el acuerdo que hoy consagramos oficialmente era irrealizable… Pero fueron los optimistas y no los pesimistas quienes tuvieron razón. Los árboles no deben impedir que veamos el bosque. Los detalles no deben cegarnos en entrever toda la grandeza del progreso alcanzado”.
Llegar a ese momento no fue, en efecto, un camino de rosas. El primer impulso logrado en el Congreso de La Haya de 1948, cuando todavía no se habían apagado los rescoldos de la terrible guerra fratricida europea y ya había comenzado a erigirse el “telón de acero”, tropezó con aquella dramática sesión de la Asamblea Nacional Francesa del 30 de agosto de 1954, en la que Francia haría fracasar la “Europa de la Defensa”. Pocos días antes había fallecido De Gasperi, cuyas últimas preocupaciones terrenales eran los negros nubarrones que amenazaban el proyecto europeo y pedía a los suyos que perseveraran en la idea de una Europa unida.
Parecía que el proyecto había naufragado. Jean Monnet, el artífice de la CECA, primer embrión de una Europa federal, dimitió en su puesto de Alta Autoridad dos meses después. El desconcierto dominaba los ánimos en las opiniones públicas de la “pequeña Europa”. Y se libró el combate entre “pesimistas y optimistas”, que evocó Adenauer en la ceremonia del Campidoglio.
Pero casi un año después se reunían en Messina (junio de 1955) los ministros de Asuntos Exteriores de los seis países fundadores de la Unión Europea. Aquella reunión no tenía otro objeto que contestar a la pregunta: ¿qué hacer? Las conversaciones no fueron fáciles. ¿Una integración europea con un horizonte federal y con cesiones parciales de soberanía era irrealizable? ¿Había que volver a la Europa de Westfalia, la que consagraba la soberanía absoluta de los Estados como un dato irremediable de la realidad europea? La percepción de que la parálisis sería nefasta para las democracias europeas en período de reconstrucción llevó a aquellos dirigentes europeos a trazar un nuevo camino para avanzar hacia “una unión cada vez más estrecha de los pueblos de Europa”: el camino del Mercado Común. Pero hay que advertir que aquel camino no constituía la meta final. En las mentes más lúcidas de los “padres fundadores” el mercado común era una herramienta, sin duda fecunda, para acercar entre sí a los ciudadanos y a los pueblos europeos y poner los cimientos de las “solidaridades de hecho”, a las que había hecho referencia Schuman en su famosa Declaración.
Así, en tiempo veloz, se elaboraron los complejos Tratados que fueron suscritos en el Campidoglio hace ahora sesenta años. Es lo que ahora Europa conmemora con la vista puesta hacia su futuro.
Recordar aquellas circunstancias no resulta, me parece, ocioso, porque Europa vive hoy también un estado de ansiedad, como el que vivió con el fracaso de la “Europa de la Defensa”. Ciertamente el Brexit ha sido el hecho más grave que ha sucedido al proceso de integración europea desde aquella derrota de los europeístas en la Asamblea Nacional francesa. Y también la opinión pública europea, que ya no es la “pequeña Europa” sino una Europa de 27 Estados, por tanto una realidad mucho más compleja, se ha dividido en pesimistas y optimistas.
Pero hay, también, que advertir que hoy como entonces el proyecto de integración europea se enfrenta a poderosos adversarios, que en el fondo son los mismos, aunque aparezcan con rostros y pelajes diferentes: los nacionalismos y los enemigos de la democracia liberal. La crisis y los complejos retos sobrevenidos en los últimos tiempos los ha envalentonado y han logrado conquistar segmentos apreciables de nuestras opiniones públicas.
En este panorama, ¿es la hora de los pesimistas o la de los optimistas? ¿Tienen razón los que afirman que el proyecto de integración se ha desvirtuado de los planteamientos fundacionales y que ya no merece ser defendido? ¿Tienen razón los que abogan por una especie de “repliegue nacional”, porque Bruselas ha ido demasiado lejos y se ha convertido en un “artefacto” alejado de las aspiraciones de los ciudadanos europeos?
Tengo que confesar a mis lectores que voy a estar en Roma, junto a varias decenas de europeístas españoles, en estas jornadas conmemorativas del sesenta aniversario de los Tratados de 1957 para proclamar y defender la vigencia del proyecto europeo, de “esta Europa” a pesar de sus imperfecciones. Lo hago con convicción. Porque creo que es la más noble causa política en nuestros días, sencillamente porque está indisolublemente unido al porvenir de nuestras democracias liberales. El proyecto de integración europea es un bien en sí mismo.
Por ello creo que la respuesta de la cumbre de Roma de hoy y mañana debería inspirarse en el espíritu de la cumbre de Messina. Lo peor sería detener el proceso, replegarse y obsesionarse con el Brexit. El mensaje debe ser: hay que seguir avanzando hacia una unión más estrecha y más fuerte con el aliento de sus valores fundacionales.
Pero, al mismo tiempo, hay que ser realista. El “espíritu de Messina” hay que adaptarlo a la realidad compleja de una Europa de 27 Estados. Y hay que respetar que haya realidades nacionales que no estén preparadas para asumir ulteriores avances, que inevitablemente han de afectar a elementos sensibles de la soberanía. Lo decisivo es que haya un núcleo suficiente de países dispuestos a comprometerse en poner en común nuevas políticas que fortalezcan la Unión y que sirvan para dar respuestas más eficaces a los retos internos y externos que tiene ante sí la sociedad europea. Ese núcleo de países está llamado a ser la “locomotora” de la Unión y, a la postre, a salvar el proyecto mismo.
Aplaudo que el gobierno español haya optado con nitidez por estar en el núcleo de países partidarios de los avances. Es lo que más conviene a España y es lo que responde a nuestra trayectoria desde que ingresamos en la Unión Europea. La novedad ahora es que esta posición de vanguardia ya no tiene el respaldo casi unánime de las fuerzas políticas españolas, como en el pasado. En nuestra casa también han surgido quienes quieren destruir “esta Europa”, la de la democracia liberal. Por eso, tras esta cumbre de Roma, “qué Europa” va a estar en el centro de nuestro debate público. Y debemos estar preparados a afrontarlo: con valentía y con ideas claras.
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