España debe estar en el nucleo duro

El Brexit  es una derrota de muchos y en muchos aspectos. Y, desde luego, lo es del proyecto mismo de integración europea. Ninguno de sus redactores habría podido imaginarse que el artículo 50 del Tratado  habría que aplicarse en relación con el segundo socio de la Unión en población y riqueza y decisivo en aspectos fundamentales como la defensa, la política exterior o el comercio. No hay nada peor para cualquier proyecto de integración que la secesión de alguno de sus miembros. Así lo entendió Lincoln en las páginas más dramáticas de la historia norteamericana.

Pero esta no es la primera derrota que sufre el proyecto de integración europea. En 1954 el no de Francia a la Europa de la Defensa generó la primera gran crisis de la idea de la Europa integrada. Los padres fundadores y los núcleos más comprometidos del europeísmo vivieron aquel episodio con desazón y amargura. Ese “salto a lo desconocido”, del que hablara con asombrosa honestidad Robert Schuman, parecía que se había despeñado. Pero llegó Messina (junio 1955) y en aquella cumbre, que el Movimiento Europeo conmemoró con acierto y justicia en el 60 aniversario de su celebración, los seis Estados fundadores acordaron poner en marcha el mercado común, que desembocaría con éxito  en el Tratado de Roma (1957). Messina fue una cumbre difícil, que requería superar el clima de desánimo y las desavenencias entre los socios. Pero en ella triunfaron la determinación, la audacia y la lucidez de unos dirigentes, que, dando un paso hacia delante,  salvaron el proyecto de integración.

Mas la accidentada historia del proceso de integración europea nos proporciona también otras lecciones. Una de ellas son  las problemáticas relaciones con Gran Bretaña. El Reino Unido rechazó incorporarse a la CECA. Y cuando el Mercado Común estaba cosechando éxitos indiscutibles, Gran Bretaña no se quedó parada. Se dio cuenta de que su aislamiento ante el más poderoso bloque comercial del continente no le favorecía. Y así, como contraposición a la CEE y en rivalidad con ella, promovió en 1960 la EFTA, un espacio de libre comercio, a la que se adhirieron siete Estados europeos. Pero, en un movimiento solamente comprensible en la diplomacia británica, un año después el premier Mac Millan  solicitaba el ingreso en la Comunidad Europea. El veto de De Gaulle en 1963 frustraría este primer intento de adhesión de Gran Bretaña a la Unión Europea. Durante más de una década coexistieron (y rivalizaron entre sí)) las dos organizaciones CEE y EFTA en Europa. Pero a la postre la triunfadora fue la CEE, al solicitar de nuevo Gran Bretaña la adhesión y culminar el proceso de negociación en 1973, una vez superado el veto de De Gaulle. La EFTA pasaría a ser una nota a pie de página en la historia europea. El viraje inglés de aquellos tiempos  sólo tenía una explicación: el éxito del proyecto europeo.

Ahora Europa necesita un nuevo Messina. Gestionar el divorcio con Gran Bretaña llevará, desde luego,  dedicación y tiempo. La Unión Europea debe afrontar la negociación observando lo que ella es: una comunidad de Derecho, en la que las reglas de que se ha dotado deben ser respetadas. Pero ésta no debe ser la tarea en la que concentrar los mayores esfuerzos. Si tiene sentido de supervivencia, la Unión Europea debe, sin tardanza, emprender un impulso político; para dotarla de todos los instrumentos y llevar a cabo las reformas, que son imprescindibles para que funcione con mayor eficacia y pueda satisfacer las demandas de la sociedad europea, entendiendo los cambios experimentados en ella a lo largo de la prolongada crisis padecida.

El realismo nos conduce a sostener que es a la zona euro a la que le corresponde adoptar esta iniciativa. Y lo ha de hacer, como en la Messina de 1955, con audacia, inteligencia y determinación. Este nuevo impulso se debería desarrollar en dos frentes. El primero es en el ámbito económico y monetario mediante un  ambicioso plan para convertir a la zona euro en un espacio monetario óptimo. En este campo ya sabemos lo que hay que hacer. Sólo falta coraje político. Y el segundo frente  es en el ámbito de la defensa y la acción exterior para poder  dar respuesta a los desafíos y amenazas a los que se enfrenta la sociedad europea, como sociedad libre y democrática, cuyos valores debemos preservar.

En definitiva, un “nuevo Messina” requiere un “núcleo duro” de países con voluntad y capacidad para iniciar este trascendental camino, que es vital   para el futuro de la Unión. Como en otros momentos de su historia, los avances deben ser  la clave del éxito del proyecto. Será la única manera de vencer a los populismos y demás corrientes eurófobas, que quieren minar los pilares esenciales de la construcción europea.

¿Y España? Desde que ingresamos en la Unión Europea, hace ya treinta años, hemos estado en la primera línea de los avances producidos en este período: Maastricht, la creación del euro, la cooperación en materia de justicia, el impulso de las cuatro libertades. España, ahora, debe tener la firme determinación de formar parte de ese “núcleo duro”. El gobierno que debe formarse próximamente tendría que convertir ese propósito en prioridad nacional. Y habría de articular un sólido consenso entre los partidos que forman parte de las tres “familias políticas” (populares, socialistas y liberales), que son el sostén del proyecto europeo, para tener una voz potente en el escenario europeo actual. Tengo la convicción de que nuestra democracia y el proyecto de integración europea están consubstancialmente unidos. Por esto en esta grave hora necesitamos un gobierno más europeísta que nunca.

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