La eurofobia de Puigdemont

Todos los arranques de campaña electoral revisten una cierta solemnidad. El candidato, flanqueado de quienes forman su lista, proclama los que serán ejes de su campaña, los mensajes con los que pretende convencer a sus electores de las bondades de su propuesta. Puigdemont ha observado esta liturgia. Ha congregado a los suyos en Brujas, la ciudad emblemática de Flandes, y desde allí ha lanzado su primera arenga.

Lo esencial de ella es que se ha instalado en la eurofobia más radical. No sólo ha deslizado gruesas acusaciones a las instituciones de la Unión Europea y a quienes hoy las representan, no sólo ha vertido una descalificación global a la Unión (“club de países decadentes y obsoletos”), sino que ha hecho la más grave y falsa imputación que se puede hacer a esta Europa, que inició su proceso de integración cuando todavía no se habían apagado los rescoldos de la terrible guerra precisamente para salvaguardar la paz, las libertades y la democracia en el continente: la imputación de no respetar los derechos humanos. Es injuriosa porque por diseño de los padres fundadores “esta” Europa se constituyó ante todo como una comunidad de Derecho y se ha dotado del más completo sistema de garantías en protección de los derechos y libertades, lo que llevó, con toda razón, al gran jurista Antonio Truyol a llamarla “vanguardia jurídica de la humanidad”.

No hay que echar en saco roto el arranque de la campaña de Puigdemont, que tiene su continuidad en su antieuropeísmo, como ha puesto de manifiesto la ausencia de banderas de la Unión Europea en la manifestación independentista en Bruselas del 7 de diciembre. Aunque ya hayan aparecido sus primeras aparentes rectificaciones, hay que tomarlas muy en serio porque expresan lo que constituye el núcleo esencial del pensamiento nacionalista de carácter supremacista, lo que Stephen Israel ha llamado el “chovinismo del bienestar”, que acaba abrazándose al populismo de la peor especie. Ese pensamiento es antagónico a los principios en que se fundamenta la Unión Europea, particularmente el rule of law y el valor supremo de la unión frente a la fragmentación. Por eso la Unión es constitutivamente una Unión de Estados, además de serlo también de ciudadanos, y en sus Tratados figura como norma fundamental la “integridad territorial” de cada Estado.

Durante algún tiempo la estrategia del nacionalismo, cuando adoptó su plan de ruptura con España, se adornó de una pátina de europeísmo, con la creencia de que ello facilitaría la consecución de su objetivo. Se alimentaba, desde luego, de una visión muy equivocada de lo que es el proyecto de integración europea, al que pretendía instrumentalizar en su intento de romper España, sin advertir en su delirio que, al mismo tiempo, suponía fragmentar Europa. El delirio ha topado con la realidad y la consecuencia es que el proyecto independentista se ha quitado la máscara. Su carácter eurófobo en que tenía que desembocar ha salido claramente a la luz.

La capacidad destructiva del liderazgo de Puigdemont añade un nuevo capítulo. El “catalanismo político” en la etapa de Franco y en los primeros decenios de nuestra democracia había tenido una trayectoria europeísta y había colaborado lealmente con el conjunto del europeísmo español en la tarea de defender los valores europeos y la razón histórica de la integración. Puigdemont está arruinando ese capital político y ha traicionado una de sus señas de identidad. No sé si en esta fase de delirio los que han bebido en las fuentes del “catalanismo político” serán suficientemente conscientes de la gravedad de la mutación que significa pasar del europeísmo a la eurofobia, por mor de abrazar la causa independentista. Por muchas piruetas que quieran hacerse supone una ruptura que conduce a alinearse con las corrientes que pretenden liquidar la democracia que trabajosamente hemos ido construyendo los europeos. Macron en su importante discurso en La Soborna ha dicho que los enemigos de “esta Europa” tienen nombre: “nacionalismo, identitarismo, proteccionismo, soberanismo de repliegue”. Puigdemont está ya instalado entre los enemigos de Europa.

Pero hay un ulterior daño que Puigdemont está haciendo al conjunto de la sociedad catalana. Es su propuesta de un referéndum para que los catalanes decidan si “quieren pertenecer a esta Unión Europea” (a la que su íntimo colaborador Romeva ha calificado como “miserable”). ¿Pretende ahondar más aún la fractura interna de la sociedad catalana? ¿Lanzarse a un nuevo proceso de agitación antieuropea en una sociedad ya partida y convulsa?

El europeísmo español tiene una larga tradición en defensa de los valores con los que se ha edificado el proyecto de integración europea. Los ha defendido en momentos difíciles. Ha creído que nuestra democracia era inseparable del proyecto de construcción europea. España desde su ingreso en la Unión Europea ha estado en la vanguardia de los avances logrados en favor de una Europa más integrada con el sostén de nuestra sociedad, que ha entendido los beneficios de un “bien común europeo”. Ahora el europeísmo sabe que tiene ante sí el deber de librar un vigoroso combate político contra quienes pretenden destruir el más fecundo proyecto para Europa de la época contemporánea.

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