La victoria de Donald Trump es una mala noticia para Europa. Aunque intentemos minimizar su impacto, lo realista y lo prudente es reconocer que este cambio en la Casa Blanca perjudica a nuestros intereses y al propio proyecto europeo.
Durante la campaña electoral causaron gran revuelo sus siempre osadas propuestas, a menudo contradictorias o difíciles de llevar a la práctica. Algunos analistas sostienen que, una vez finalizada la campaña, Trump suavizaría sus iniciativas y adquiriría un discurso más institucional, obligado por su propio partido o por los check and balances del sistema democrático americano.
Sin embargo, los pasos dados por el Presidente electo hasta el momento no permiten concluir tal cosa. Es verdad que ha retirado sus amenazas de llevar a Hilary Clinton ante la justicia, que ya no habla de construir un muro en la frontera con México ni de prohibir la entrada de musulmanes en EEUU. Pero por otro lado está combinando en su equipo a representantes del republicanismo tradicional con figuras mediáticas y personajes vinculados al supremacista blanco. La mezcla permite augurar duras tensiones entre las dos almas del proyecto Trump, si tal cosa existe.
Y es que a día de hoy no sabemos cuál es el proyecto de Trump para los EEUU ni en qué consiste su visión del mundo. Si su campaña estuvo marcada por la llamada ‘post-verdad’ -eufemismo que embellece el simple hecho de fomentar informaciones tan falsas como escandalosas en Internet-, su Presidencia comienza bajo el signo de la imprevisibilidad. No sabemos cuáles de sus propuestas mantendrá y cuáles retirará. No sabemos quiénes de entre sus consejeros conseguirán llevar la voz cantante en cada asunto de la agenda, y los resultados variarán mucho en función de si son los conservadores tradicionales o los populistas radicales. Nada inquieta tanto en política internacional como un alto grado de incertidumbre marcando el paso de la principal potencia mundial; no es de extrañar que las cancillerías de medio mundo miren a Washington con mal disimulada aprensión.
También en los pasillos de Bruselas cunde la preocupación. Preocupa, por ejemplo, la proximidad de Trump a Nigel Farage y su apoyo al Brexit, una decisión británica que ha hecho crujir gravemente las costuras de la UE y cuyo resultado final aún no conocemos. Pero Trump no sólo es afín al líder del UKIP, sino también a otras figuras de la extrema derecha eurófoba. De hecho, su triunfo es valorado a menudo como símbolo del avance de los populismos. Farage, Marine Le Pen, Geert Wilders y otros líderes de ultraderecha que luchan por alcanzar el gobierno en sus respectivos países ven la victoria de Trump como una prueba de que ha llegado su momento de gloria. Aquellos de sus correligionarios que ya gobiernan -Victor Orban, Jarosław Kaczyński- consideran que el mundo entero les da la razón y observan encantados cómo Europa se pliega a sus demandas y los partidos tradicionales asumen parte de su agenda xenófoba. La vecindad ideológica de Trump con todos ellos hace temer que la Casa Blanca, que había sido una firme aliada de la construcción europea desde sus inicios, acabe apostando en esta legislatura por quienes quieren mandar a la UE al baúl de la Historia.
Ese apoyo a los antieuropeístas se hace además en el contexto de una peligrosa corriente neonacionalista que recorre Europa como un fantasma de recuerdos terribles. No podemos olvidar que la propia UE es el intento más noble y constructivo de superar los nacionalismos que tantas tragedias produjeron.
Otra de las “amistades peligrosas” de Trump que causa preocupación en Bruselas es la que mantiene con el ruso Vladimir Putin. Resulta en sí mismo chocante que el Presidente norteamericano exprese su admiración por el Jefe de Estado de una potencia nuclear que durante décadas fue la bestia negra de EEUU y que ha demostrado con creces su propensión al nacionalismo autoritario. Pero lo más grave es que a ello se suman las escasas simpatías de Trump hacia la OTAN. Al margen de otras consideraciones sobre la seguridad y defensa europeas, la cuestión es que un EEUU próximo a Rusia y alejado de la OTAN dispara todas las alarmas desde Berlín al Báltico. Y es normal, habida cuenta de los esfuerzos rusos por afianzar su poder en lo que Moscú considera su “patio trasero” -Ucrania, Georgia- y su sempiterna voluntad de influir sobre los países de su antigua órbita en Europa central y oriental.
Cuando Trump cuestiona el artículo 5 del Tratado del Atlántico Norte o dice “si Europa quiere seguridad, que se la pague”, nos está advirtiendo de que su Administración va a mirar más hacia dentro de EEUU que hacia fuera. Detrás de esto late una pulsión ‘doméstica’ que no es nueva en ese país; la voluntad de repliegue nacional es una corriente del republicanismo clásico que se remonta hasta George Washington.
Por si fuera poco, como suele suceder, el aislacionismo en política exterior se corresponde con proteccionismo en política comercial. Trump ya ha anunciado su intención de sacar a EEUU del Acuerdo Transpacífico (y lo ha hecho por Twitter, heterodoxo medio para un anuncio de esa envergadura; pero como sostiene Nacho Torreblanca, los populistas adoran toda herramienta que elimine intermediarios y les permita hablar directamente al pueblo, desde las redes sociales a los plebiscitos).
Además de romper un compromiso ya firmado con la Alianza del Pacífico, Trump se ha mostrado reacio a continuar con la negociación del Tratado de libre comercio entre EEUU y Europa. El TTIP está perdiendo defensores en la propia UE, y seguramente es mejorable en muchos aspectos, pero si llega a abandonarse como proyecto el libre comercio entre las dos orillas del Atlántico habrá sufrido una dolorosa derrota a manos del populismo y de los defensores del proteccionismo. Frente a quienes consideran que frenar el libre comercio atenuará las aristas más duras de la globalización, yo pienso que la falta de regulación en el comercio internacional agudiza esas aristas, y que por eso es preferible contar con algún tipo de acuerdo. Y en todo caso, estoy convencido de que a lo largo de la historia el proteccionismo sólo ha aportado al mundo guerras comerciales, y no sólo comerciales. Así pues, no me hace feliz que la principal potencia del mundo se convierta en abanderada de una causa que a medio plazo perjudicará tanto a los estadounidenses como a los europeos.
No, definitivamente la llegada de Trump a la Casa Blanca no es una buena noticia para Europa.
Ramón Jáuregui.
Eurodiputado S&D
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