Más allá de su impacto en el propio conflicto, los bombardeos de Rusia en Siria han producido una situación inédita en los dos últimos años en las relaciones entre Moscú y los países occidentales. A pesar de las sanciones y contrasanciones con motivo de la guerra en Ucrania, que siguen en vigor, la creciente prioridad de la lucha contra el Daesh ha forzado a ambas partes a establecer unos mínimos canales de comunicación para informarse sobre sus operaciones y tratar de consensuar una transición política en Siria. Unos cauces que, sin embargo, se han demostrado ineficaces en algunos casos: por ejemplo, el derribo por Turquía de un avión ruso que cruzó su territorio durante escasos segundos, dando lugar a un clima de abierta hostilidad entre Moscú y Ankara.
La idea de una coalición conjunta contra el Daesh, propuesta por Putin en su discurso ante la Asamblea General de Naciones Unidas, no está a día de hoy en la agenda. Pero incluso esa mínima negociación se ve lastrada por la desconfianza mutua generada anteriormente sobre Ucrania. El cliché de una “nueva Guerra Fría” no tiene nada de nuevo: ya fue usado en ocasiones anteriores como Kosovo, Irak o Georgia, crisis tras las cuales se acabaría invariablemente volviendo a unos parámetros de normalidad. Sin embargo, lo prolongado del conflicto armado en el Donbass y la sensación de haberse cruzado líneas rojas (como la anexión de Crimea) antes no sobrepasadas ha otorgado mayor peso a las tesis de quienes consideran imposible la convivencia pacífica de la UE con una Rusia que no comparta nuestros valores.
¿Debe adoptar la UE este paradigma de “nueva Guerra Fría” para la competición geopolítica con Moscú? Podría argumentarse que, a modo de “federador externo”, una Rusia agresiva acabaría reforzando la cohesión interna de la Unión y la coherencia de nuestra política exterior frente a ese enemigo común. Pero la experiencia demuestra que considerar a Rusia como cultura ajena a nuestra civilización o una suerte de cuerpo extraño en el continente europeo tampoco la disuade de enfrentarse a Occidente. La respuesta del Kremlin ante el alejamiento de Ucrania de la influencia rusa no fue la aceptación de su derrota, sino una huida hacia adelante que se tradujo precisamente en la anexión de Crimea y la intervención en el Donbass. En cuanto a las sanciones, pese a su impacto global en la economía rusa, el efecto ha sido reforzar el sentimiento nacionalista y autárquico entre los ciudadanos: las cifras de apoyo a Putin superan ya el 80%, según encuestas independientes.
Sin embargo, sería simplista afirmar que un proyecto europeo construido en torno a valores comunes debería renunciar a ellos cediendo a Rusia el control de nuestro vecindario oriental. De lo que se trata es, por el contrario, de superar una lógica de bloques imposible de sostener en un mundo globalizado: el propio giro prooccidental de Ucrania ha sido irreversible, a pesar de los esfuerzos de Moscú por impedirlo. Frente a la lógica de “juego de suma cero” en las relaciones mutuas, en la que todo beneficio para la UE excluiría cualquier ganancia para Rusia y viceversa, el hecho es que somos plenamente interdependientes: Moscú necesita mantener sus relaciones comerciales con el resto de Europa, a quien se siente culturalmente mucho más cercana en comparación con sus vecinos asiáticos, y la UE desea igualmente aprovechar las oportunidades que le ofrece el mercado ruso.
¿Cuáles son, entonces, las opciones para la política exterior europea? En primer lugar, adaptar las expectativas a la realidad: ni Rusia es un país aspirante a la adhesión que desee adoptar el acervo comunitario, ni la UE puede transformar desde el exterior a las élites y la sociedad rusas. Teniendo en cuenta también que las capacidades de Moscú son limitadas: sólo ha considerado la intervención militar contra adversarios claramente vulnerables como Georgia, Ucrania o la insurgencia siria, pero ha evitado cualquier posibilidad de enfrentamiento directo con países más poderosos. Ya que ni la UE ni Rusia pueden imponer completamente sus intereses a la otra parte, incluso en momentos de crisis habrá que pensar en las consecuencias a largo plazo, cuando sea necesario alcanzar acuerdos sobre otras cuestiones de interés común.
En segundo lugar, Rusia entiende a la UE desde una lógica estrictamente intergubernamental, como es comprensible en un país que sigue reivindicando para sí mismo la soberanía westfaliana. Sin embargo, esta visión del escenario europeo como equilibrio de potencias puede ser útil si se aprovechan las estrechas relaciones con Rusia de determinados Estados miembros, como Alemania o Francia. Ante el bloqueo de los avances en un marco “28+1”, las cumbres trilaterales Berlín-París-Moscú pueden servir (como lo han hecho ya en el pasado) como medida de fomento de la confianza, foro de negociación y mecanismo de prevención y gestión de crisis; siempre que paralelamente se adopte una posición común de Berlín y París con el resto de sus socios europeos. Los acuerdos de Minsk para detener la guerra en Ucrania, en los cuales la mediación franco-alemana fue decisiva, ofrecen un ejemplo de la eficacia de este formato.
En tercer lugar, la obsesión mediática por la figura de Putin (aunque justificada en parte por el largo recorrido de su presidencia, que aún podría continuar en los próximos años) debe ceder el paso a una visión más amplia del panorama político ruso, en el que el Kremlin actúa como árbitro entre grupos sociales con diferentes intereses y orientaciones. La UE tendría que centrarse en el diálogo con aquellos sectores más receptivos, especialmente las generaciones jóvenes, enfatizando los incentivos y oportunidades para su propio desarrollo que les proporcionaría una Rusia democrática, abierta al mundo y con relaciones estables con sus vecinos. Un cambio que será necesariamente gradual y a largo plazo; pero sin el cual seguiremos atrapados en un ciclo de crisis recurrentes como el que hemos vivido hasta ahora.
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