Decía Jean Monnet que “los hombres no aceptan los cambios sino por necesidad, y no ven la necesidad sino en la crisis”. En un momento en que el proyecto de integración europea atraviesa turbulencias y se tambalean los cimientos de confianza y fraternidad sobre los que se construyeron las primeras Comunidades, el recuerdo de la conferencia de Messina, de cuya celebración se acaba de cumplir el 60 aniversario, puede refrescar la memoria sobre el verdadero sentido de las instituciones europeas.
Desgraciadamente son muchos quienes piensan que la Unión Europea es un proyecto económico, y que la idea de una unión política no es más que la consecuencia inevitable, un daño colateral del mercado único. Nada más lejos de la realidad: el mercado común, negociado en la ciudad italiana de Messina entre el 1 y el 3 de junio de 1955, fue la solución innovadora y arriesgada a una crisis que había dejado paralizada cualquier vía de integración después del fiasco de la Comunidad Europea de la Defensa (CED).
La declaración Schuman decía claramente que la puesta en común de las producciones de carbón y de acero constituía la “primera etapa de la federación europea”. Los seis gobiernos que se embarcaron en la Comunidad del Carbón y del Acero (CECA) en 1951 tenían en mente una unión política que se iría consolidando a partir de realizaciones concretas. Siguiendo el consejo de Jean Monnet, comenzaron por la integración sectorial del carbón y del acero, sin decidir aún cuál sería la siguiente etapa hacia la federación.
Los acontecimientos hicieron que intentaran dar un segundo paso quizás demasiado ambicioso: la guerra de Corea y la intención de los estadounidenses de rearmar a Alemania Occidental llevaron a Jean Monnet a proponer un Ejército Común. Era un movimiento arriesgado. Apenas habían transcurrido cinco años desde el final de la II Guerra Mundial, pero el premier francés René Pleven propuso una Comunidad Europea de la Defensa (CED) en octubre de 1950 y tanto Robert Schuman como Konrad Adenauer se implicaron de lleno para intentar convencer a sus respectivas opiniones públicas.
Estaba claro que un Ejército común atacaba el corazón de la soberanía nacional, y que se haría necesario un verdadero gobierno europeo para gestionar ese ejército. El presidente italiano Alcide De Gasperi insistió e insistió hasta que logró que un artículo sobre la unión política se incluyera en el tratado de la CED. En cuanto éste fuera ratificado, comenzarían a diseñar el gobierno de la federación europea.
Pero en el verano de 1954, la Asamblea Francesa rechazó siquiera votar la ratificación de la CED, asestando un golpe mortal al Ejército y también a la unión política. De Gasperi había fallecido diez días antes, con la amargura de ver disiparse el sueño de una Europa unida.
El varapalo de la Asamblea Francesa fue tan brutal, que el motor franco-alemán se deshizo. El proyecto de integración parecía destinado a acabarse en la CECA. Jean Monnet pensó que era el momento de dar un paso modesto y crear otra Comunidad al estilo de la CECA, esta vez para integrar otro sector económico, proponiendo la electricidad, el gas y la energía atómica.
Sin embargo, quienes realmente tomaron las riendas y sacaron del coma al proceso de integración fueron Johan Beyen, Joseph Bech y Paul-Henri Spaak, los tres del Benelux.
La idea de superar la integración sectorial y lanzarse a una integración económica general fue del holandés Johan W. Beyen – paradójicamente el “padre de Europa” más desconocido –, que tenía amplia experiencia en banca y en la creación de la instituciones de Bretton Woods. Beyen ya había comentado esta idea a sus socios en 1953, pero entonces la unión de la defensa y por ende unión política parecía una vía más rápida y acuciante para los problemas del momento, en plena guerra fría.
Tras el fiasco de la CED, los tres del Benelux recuperaron este plan. Beyen estaba convencido de que los problemas derivados de las barreras comerciales y el desempleo no podían resolverse a nivel nacional, y que una unión regional favorecería el crecimiento económico, la competitividad global de Europa y la creación de empleo. Pero sobre todo estaba convencido de que más allá de la unión aduanera, los europeos debían hacer un mercado común, siguiendo el ejemplo de la cooperación de Bélgica, Holanda y Luxemburgo en el Benelux.
El gobierno francés había quedado tan desacreditado, que Jean Monnet prefirió no informar a nadie de sus ideas, y hablar directamente con el belga Paul-Henri Spaak. Sabía que Spaak estaba tan abatido como él por el descarrilamiento de la integración, y le pidió que asumiera el liderazgo político de una integración sectorial de la energía. Curiosamente, cuando Spaak explicó a Monnet que Beyen abogaba por un mercado común, el francés lo desaconsejó por parecerle demasiado precipitado. Europa aún no estaba madura.
Los tres del Benelux redactaron un memorándum con su propuesta de integración económica, social y financiera; aunque añadieron también la idea de Monnet de ampliar las responsabilidades de la CECA a las áreas de transporte, energía y energía nuclear. Enviaron su memorando a los gobiernos de la República Federal Alemana, Francia e Italia.
La conferencia de Messina se convocó para discutir este memorando que pretendía revivir el proceso de unificación. No fue tarea fácil. Las discusiones y malentendidos comenzaron ya antes de que los representantes de los gobiernos llegaran a la ciudad siciliana. Bech y Beyen se negaban a celebrar la reunión en Messina: tardarían mucho en llegar por las malas comunicaciones, y además les parecía más un entorno vacacional que el escenario para una conferencia tan importante. El ministro de Exteriores italiano, Gaetano Martino, no dio su brazo a torcer. Se celebrarían elecciones en Sicilia un poco más tarde y quería aprovechar la presencia de los líderes europeos para sacar rédito en la política nacional. El 31 de mayo llegaban Antoine Pinay (Francia), Walter Hallstein (Alemania), Paul-Henri Spaak (Bélgica), Johan Beyen (Holanda) y Joseph Bech (Luxemburgo), que presidiría la reunión.
La negociación tuvo lugar en el ayuntamiento de Messina, aunque los mandatarios se alojaban en el lujoso hotel San Domenico, en Taormina. Fueron tres días de difíciles negociaciones. Los del Benelux no veían necesidad de integrar la energía atómica. Los franceses, al contrario, exigían una comunidad para la energía atómica y no acababan de ver el mercado. Beyen explicó que la unidad política no es posible sin compartir la responsabilidad económica y social a través de una autoridad supranacional. Al final aceptaron compaginar los dos proyectos, creando dos Comunidades. Después de una cena con espectáculo, tuvieron que seguir negociando en el hotel hasta altas horas de la madrugada. Pletórico, al ver ante sí un renovado impulso de integración, Spaak entonó el O Sole Mio asomado a su balcón viendo amanecer frente al Etna.
A Spaak le correspondería después coordinar la redacción de los tratados para la Comunidad Económica Europea (CEE) y para el Euratom, que se firmaron en Roma en 1957. Los padres de Europa no se amedrentaron por la derrota de la CED sino que supieron rediseñar su visión con audacia, creatividad y determinación. Tardaron tres años en volver a poner Europa en marcha, y a velocidad de crucero. No hay otras fórmulas. Los mismos ingredientes de entonces son los que necesitan los líderes de hoy para no desaprovechar una crisis, siempre que el objetivo sea seguir fortaleciendo nuestra unión.
Victoria Martín de la Torre es autora de «Europa, un salto a lo desconocido», Ediciones Encuentro.
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