Discurso apertura curso académico 2013-2014 del Colegio de Europa

El Secretario de Estado para la UE, Ínigo Méndez de Vigo, dio un interesante discurso de apertura del curso académico del Colegio de Europa en su sede de Brujas. Méndez de Vigo realizó un brillante recorrido por Europa desde su fundación en los años 50 hasta la actualidad de la mano de uno de los fundadores del Colegio, el pensador español y europeo Salvador de Madariaga.

Señor Vicepresidente del Consejo de Administración
Señor Rector
Señor Alcalde, Señores Embajadores, Señores Miembros del Parlamento Europeo
Queridos Alumnos
Señoras y Señores

 Es para mí un gran honor acogerles esta tarde en Brujas y compartir con todos ustedes la apertura del curso 2013-2014 en un acto donde damos la bienvenida a la promoción Voltaire, cuya personalidad, trayectoria y significado acaba de ensalzar,  de forma magistral,  el señor Rector. Y aprovechando el elogio al Rector Monar, permítanme un recuerdo particularmente afectuoso hacia su antecesor, el Profesor Demaret, quien durante una década nos ilustró sobre los patronos de las diferentes promociones del Colegio y para quien quiero tener unas palabras de reconocimiento, gratitud y afecto.

 Como ustedes saben, habíamos previsto en esta celebración, la intervención del Presidente del Parlamento Europeo, pero a mi buen amigo Martin Schulz le ha surgido un compromiso imprevisto e ineludible. En su ausencia y haciendo bueno el adagio latino “la necesidad hace ley” me temo que tendrán que conformarse ustedes con este modesto Presidente del Consejo de Administración.

 Y  ¿de qué hablarles a ustedes? me preguntaba cuando convine con el señor Rector esta solución de emergencia. Entonces me vino a la memoria un hecho muy significativo para este Colegio. En 2013 se  conmemora el sexagésimo-cuarto aniversario de la primera promoción del Colegio de Europa. Y para realzar tal efemérides me pareció sugerente volver la vista atrás y recordar a aquel gran europeísta que fue el promotor  y uno de los fundadores de este Colegio. Me refiero a mi compatriota, D. Salvador de Madariaga.

 Nacido en 1886-el mismo año, por cierto que Robert Schuman- Madariaga fue un pensador profundamente comprometido con Europa.

 Pero no con cualquier Europa, sino con  aquella que se alzó sobre los escombros de una terrible guerra y comenzó su andadura a partir de la Declaración de 1950.

 Una Europa asentada en la reconciliación franco-alemana para salvaguardar la paz en nuestro continente

 Una Europa sustentada en un sistema político fundado en los principios de libertad, tolerancia, pluralismo y respeto a los derechos fundamentales.

 Una Europa basada en la economía de mercado como fuente de crecimiento, progreso y bienestar.

 Una Europa como unidad de base cultural cuya identidad surgió de la confluencia de dos grandes tradiciones: la socrática, que exigía libertad de pensamiento y la cristiana, que demandaba respeto para la persona humana por el solo hecho de serlo.

Con una Europa de estas características soñaba Madariaga  cuando en 1948 impulsó, junto con Sir Winston Churchill y otros políticos de la época, el Congreso del Movimiento Europeo que se celebró en La Haya y que constituyó el primer acto de voluntad europeísta tras la Segunda Guerra Mundial. Todo estaba entonces por hacer. Alemania permanecía ocupada por las potencias vencedoras, la hoy extinta Unión Soviética amenazaba con extender su influencia hacia los países de Europa central y oriental que se convertirían, pocos años más tarde, en el “Occidente secuestrado” por parafrasear el hermoso título de un opúsculo de Milan Kundera.  Las poblaciones europeas diezmadas por la guerra y el hambre necesitaban un camino de esperanza.

 Justo treinta años después de aquel congreso de la Haya nos dejó Don Salvador, sólo unos pocos años después de haber recibido el premio Carlomagno, algo así como el premio Nobel del europeísmo. En el transcurso de esas tres décadas muchas cosas cambiaron en nuestro continente. Pero en los 35 transcurridos desde su muerte, el curso de nuestro continente no ha sido tampoco une longue fleuve tranquille  Y me preguntaba yo: Si un artilugio fantástico como aquella máquina del tiempo ideada por H.G Wells pudiera trasladar a D. Salvador hasta esta sala en un día como hoy

 ¿Qué pensaría el ilustre fundador de este Colegio respecto a  la Europa de nuestros días?

 ¿Cuáles serían sus anhelos, sus frustraciones, sus esperanzas?

 Para intentar dar respuesta a estos interrogantes y, sobre todo para que ustedes puedan participar en esta ensoñación, trazaré en breves brochazos la personalidad de  nuestro invitado. He aludido a su compromiso con Europa que constituye probablemente el eje de su preocupación vital. Pero dicho retrato quedaría incompleto si no mencionara su condición de novelista, ensayista, ilustre miembro de la llamada generación de 1914 junto con otros intelectuales como Ortega y Gasset, Azaña y el Doctor  Marañón.

  Igualmente es preciso aludir a su incursión en la vida pública como Ministro de Instrucción y Justicia durante la República, su actividad en la Sociedad de Naciones- rasgo que comparte con Jean Monnet-, su  condición de exiliado después de la guerra civil y su pasión por el estudio y la enseñanza que le llevó a ejercer  la docencia en varias universidades europeas  y, especialmente, en la de Oxford.

 Aventurémonos pues. Alguien que predicó la reconciliación como base de la reconstrucción no podría menos que sentirse orgulloso de las sucesivas ampliaciones de nuestra Unión. Cuando falleció Madariaga, las entonces Comunidades habían pasado de los seis Estados fundadores a engrosar sus filas con tres incorporaciones;  hoy sumamos  28. Permítanme una intuición. Pienso que nuestro protagonista hubiera estado especialmente satisfecho con la incorporación de España y Portugal en 1986. Madariaga había contribuido de forma decisiva a la primera reconciliación política de las “dos Españas” tras la guerra civil en el Congreso del Movimiento Europeo celebrado en Múnich en 1962. Aquella idea de la reconciliación como precondición para la Unión la formuló en aquella ocasión con muy hermosas palabras que voy a citar: “Los que antaño escogimos la libertad perdiendo la tierra y los que escogimos la tierra perdiendo la libertad nos hemos reunido para otear el camino que nos lleve juntos a la tierra y la libertad”. De ahí que afirme sin ningún género de dudas el anhelo por  ver a nuestro país en la Unión Europea de quien supo ser, al mismo tiempo, profundamente gallego, rabiosamente español y ardorosamente europeo.

 Igualmente no tengo duda alguna sobre su reacción de satisfacción ante la gran ampliación de los años 2004 y 2007 por medio de la cual “cosimos las dos Europa”, por utilizar la expresiva afirmación de mí buen y recordado amigo Bronislaw Geremek.

 La Europa de 1978, aquella que vieron por última vez los ojos de Madariaga tiene muy poco que ver con la de nuestros días. No sólo se ha producido la “revolución numérica” de la que hablaba Alain Lamassoure sino que las propias Comunidades han cambiado de naturaleza. En el horizonte de Madariaga había mucha unión aduanera, mucho arancel exterior, algo de Mercado Común, pero muy poca política con mayúsculas. En aquellos tiempos, cuando los gobiernos de los entonces nueve Estados miembros debatían algún tema de política exterior o de seguridad, tomaban la precaución de cambiar de sala de reunión para poner de relieve la inexistencia de competencia europea en estos ámbitos. Recuerden asimismo  cómo en 1984 la Europa de los entonces Diez-Grecia acababa de incorporarse- ¡Fue incapaz de consensuar una declaración de condena contra la entonces Unión Soviética cuando dos aviones MIG derribaron un avión de pasajeros de las líneas aéreas surcoreanas con un balance de más de trescientos muertos!

 La Europa de nuestros días no tiene nada que ver con aquella. Pienso que Madariaga festejaría la abolición de las  fronteras físicas entre nuestros países, fruto de los acuerdos de Schengen así como los enormes avances logrados en el ámbito de la cooperación judicial, penal y policial, la constitución de Europol o la creación de Eurojust.

 Ya en 1948 D. Salvador apuntaba en un artículo y cito “No hay ya una sola nación europea que pueda subsistir por sus propias fuerzas y la unión se presenta como la única alternativa frente al derrumbe económico por un lado, y al peligro de agresión militar o revolucionario por el otro”. Visión ésta que compartía con otro gran europeísta de la primera hora, Paul Henri Spaak quien afirmaba por aquellos días que en la Europa de la posguerra no había Estados grandes y pequeños, sólo había Estados pequeños pero los supuestos grandes  todavía no se habían dado cuenta de ello.
Esta visión resulta hoy más acertada que nunca. En un contexto cada vez más multipolar y con el ascenso de nuevas potencias, hay que aprovechar la oportunidad para Europa de contar más en el mundo y defender sus valores e intereses.
Consecuentemente pienso que Madariaga hubiera apoyado la constitución de un Servicio de Acción Exterior de la Unión Europea con un Alto Representante al frente que es algo así como el Ministro de Asuntos Exteriores de la Unión, nombre que por cierto le daba el texto de la Convención que elaboró el proyecto de Tratado Constitucional aunque luego vinieron algunos Estados miembros con las rebajas…

 Madariaga era un liberal y en tal condición participó junto con Popper, Friedman y Hayek, en la reunión celebrada en 1947 en Mont Pelerin que para muchos constituye el acta fundacional de la internacional liberal.

 En consecuencia, creo que Madariaga habría saludado el Acta Única y su objetivo de ultimar el Mercado Interior Común, columna vertebral de la integración y principal motor del crecimiento económico y de la competitividad.

 Como el integracionista que era, habría apoyado la creación del Euro, la moneda común de los europeos y elemento clave  de la  integración política.

 Pienso igualmente que hubiera aplaudido la elaboración de una Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión europea como la que aparece hoy recogida en el Tratado de Lisboa y cuyo primer artículo proclama “la dignidad de la persona humana es inviolable”, principio con el que comulgaba Don Salvador. Estoy igualmente convencido de que respaldaría la liberalización del comercio internacional como factor para impulsar el crecimiento y el desarrollo mundial. Y como anglófilo que era apoyaría la conclusión de un acuerdo de libre comercio entre la Unión y los Estados Unidos de América, uno de los más ambiciosos proyectos de la agenda europea del presente.

 Ingeniero de formación pues su padre –coronel del ejército- culpaba al retraso tecnológico de la derrota española en 1898 y quería  que su hijo superara aquel lastre, Madariaga no hubiera podido imaginar ni por asomo-por cierto, como muchos de nosotros- la revolución tecnológica acaecida en la última década.  Para visualizar la distancia sideral que esta revolución ha impuesto entre nuestro presente y nuestro pasado, me viene a la memoria la siguiente anécdota. Cuando el Ministro de Asuntos Exteriores francés Robert Schuman,  con el apoyo de Jean Monnet en la sombra,  puso en marcha lo que luego se convertiría en la Declaración del 9 de mayo, primera piedra del Tratado CECA, acordó remitir el texto aprobado por el Consejo de Ministros francés  a Konrad Adenauer que lo estaba esperando en Bonn. El medio de comunicación utilizado entonces fue un emisario que tomó un tren en la capital francesa, llegó hasta la ciudad alemana, entregó el acuerdo del Consejo de Ministros, esperó la respuesta del Canciller y llevo ésta de vuelta a París. Imagínense ustedes la odisea. Si aquel hecho que acabo de narrarles se produjera hoy, ¡Probablemente bastaría un simple SMS para transmitir el mensaje y obtener la respuesta!

 La revolución tecnológica hubiera sido, sin duda, un instrumento utilísimo para divulgar el principal eje europeísta de D. Salvador. Me refiero a su concepción de la cultura europea como vector de integración. Ya en su obra Bosquejo de Europa, publicada en 1951, defiende su tesis de un tema cultural europeo con diferentes variaciones nacionales. Un antecedente del lema “Unidad en la pluralidad” que adoptó el proyecto de tratado constitucional. En la mencionada obra D. Salvador elabora su tesis sobre los prototipos del espíritu europeo representados por D. Quijote, Hamlet, Fausto y D. Juan. Para él, la construcción de Europa no es un artificio racional-constructivista sino un trabajo paciente, a imagen de las catedrales edificadas en el medievo, que se van nutriendo de diferentes aportaciones a través de los siglos, pero asentadas sobre una sólida y firme base cultural común.

 El mundo en que vivimos facilita mucho las cosas para el acercamiento entre los europeos. Internet y las redes sociales colocan a gente alejada por miles de kilómetros a un golpe de click. Facilita el comercio y la difusión del conocimiento, pero también el entendimiento entre gente con sensibilidades parecidas, permite asociaciones europeas de todo tipo y, al final, la amistad y la cercanía entre los europeos.

 La percepción de lo europeo como cultura se percibe mejor cuando los europeos nos encontramos fuera de nuestro continente. Permítanme una anécdota personal. En los años 90 un buen amigo británico contrajo matrimonio con una norteamericana en Omaha (Nebraska). Acudimos a su enlace europeos de 19 nacionalidades distintas, lo que habla mucho y bien de la capacidad relacional de mi amigo. Durante aquellos días en Omaha recuerdo perfectamente el choque cultural con los invitados norteamericanos. Los europeos, sin habernos conocido previamente,  reaccionábamos de manera muy similar frente a los comentarios, las bromas o las actitudes de los americanos. Comprendí entonces que existía un substrato común muy sólido entre un español, un finlandés y un griego que sobrepasaba con facilidad las tenues marcas de las fronteras nacionales. Por eso cuando años más tarde escuché decir a Milan Kundera que él se sentía particularmente europeo en los EEUU comprendí al instante lo que quería decir.

 Como recuerdan ustedes, Jean Monnet instigó la puesta en común de la producción franco-alemana del carbón y el acero y encomendó su gestión en el Tratado CECA a una Autoridad Común – el embrión de la Comisión Europea- para evitar tentaciones nacionalistas. Pero posiblemente el efecto más importante de esta iniciativa consistió en poner a trabajar conjuntamente a los enemigos de la víspera. Del roce nace el afecto, dicen hoy los veinteañeros. Pues bien, Jean Monnet pensaba- y la historia le ha dado la razón- que la mejor manera de evitar la tercera guerra mundial radicaba en convertir a los enemigos en amigos. Y si Monnet llevó a cabo sus propósitos en el ámbito económico, Madariaga hizo lo propio en el campo educativo: el Colegio de Europa es el mejor exponente de aquella iniciativa. Juntando en una misma ciudad, en esta hermosa ciudad de Brujas, a estudiantes provenientes de diferentes países cuyos padres habían combatido en trincheras opuestas, Madariaga buscaba la cicatrización de las heridas a través del conocimiento y el trabajo común. Del amor, en suma, como defendería años más tarde Denis de Rougemont, otro gran intelectual del mismo temple que nuestro personaje. Especialmente orgulloso se sentiría D. Salvador de nuestro Campo de Natolin verdadera ventana de libertad y excelencia que debe mucho al tesón de Jacek Saryusz–Wolski, y al buen hacer de la Rectora Osniecka.

  Por ello pienso que Madariaga hubiera apoyado todos aquellos programas que favorecieran la posibilidad de desplazamientos, el aprendizaje de lenguas, los intercambios culturales, el trabajo común de las universidades europeas.  Y muy especialmente, se sentiría muy orgulloso del Programa Erasmus que ha dado la oportunidad a muchísimos estudiantes europeos de realizar el mismo sueño que aquellos estudiantes llegados a Brujas en 1953. Madariaga pensaría, como muchos de nosotros, que Erasmus ha creado más europeos que millones de discursos políticos o centenares de reuniones en la cumbre porque ese programa constituye el símbolo de la mejor Europa, de aquella que supone un valor añadido a la formación y al conocimiento mutuo entre europeos.

 Dicho todo esto, quiero volver al liberalismo de Madariaga  para resaltar su espíritu crítico e inconformista. Partiendo de esa hipótesis, ¿qué pensaría D. Salvador del rumbo tomado por nuestra Unión en los últimos años? ¿Cómo juzgaría los cambios acaecidos en nuestras instituciones?

 Sin duda le sorprendería – y celebraría- el aumento de poderes del Parlamento Europeo, el cual se transformó en estas décadas de una asamblea consultiva de segundo grado a un verdadero parlamento, elegido por sufragio universal y en pie de igualdad competencial con el Consejo.

 Aunque D. Salvador no fuera propiamente un institucionalista, le llamaría la atención la preponderancia alcanzada por el Consejo Europeo que, baste el ejemplo, se ha reunido a razón de seis veces al año y se ha convertido en la institución con mayor poder de decisión de facto de la Unión.

 Lamentaría, probablemente el decaimiento del método comunitario y la consiguiente pujanza del intergubernamentalismo.

 Abogaría por fortalecer el insustituible papel de la Comisión Europea como garante del interés general, defendería su monopolio en el ejercicio de la iniciativa legislativa y exigiría el respeto de su carácter colegial en la adopción de sus decisiones.

 Le llamaría igualmente la atención las muchas horas y el enorme esfuerzo dedicado por sus instituciones a resolver la crisis económica-financiera en estos últimos cinco años. Y, aunque aceptara de buen grado aquella explicación dada por el presidente Van Rompuy cuando afirmó plásticamente que en mitad de la travesía y en plena tempestad- entiéndase crisis financiera-, “creamos los botes salvavidas den plena travesía” –entiéndase aquí instituciones de gobernanza económica- no es menos cierto que nuestro protagonista, a la manera de Teilhard de Chardin, propugnaría  “elevarse para ver más claro” y “distinguir las voces de los ecos” como pedía un poeta sevillano.

 Probablemente D. Salvador pensara que a Europa le falla el mensaje, que Europa no es capaz de crear una narrativa lo suficientemente atractiva como para enganchar a la ciudadanía. Esa narrativa ha existido en épocas pasadas. En la posguerra, los padres fundadores utilizaron el mensaje de que Europa significaba reconciliación y paz frente a los nacionalismos que provocaron la más terrible de las guerras. Pero ¿Qué europeo piensa hoy en Francia y Alemania como temibles adversarios? Sólo se me ocurre un caso y reconozco que no es excesivamente preocupante. Me refiero a la rivalidad de sus selecciones nacionales ¡En un terreno de fútbol!

 Durante los 60 y 70 Europa representaba la opción democrática y próspera frente al totalitarismo del otro lado del telón de acero. Tras la caída del muro de Berlín, el objetivo del mercado único y el euro se convirtieron en el referente del europeísmo. A comienzos del 2000 la narrativa, algo más dudosa ya, fue aquella que presentaba a Europa como valor añadido, el «Europe has to deliver» del que hablaba Tony Blair. Quince años después carecemos de narrativa, de un  mensaje ilusionante que enganche a Europa con sus ciudadanos mientras sobran las notas discordantes que utilizan a Europa de “punching ball” en la que descargar culpas injustamente.

 Probablemente D. Salvador sería un sólido aliado a la hora de elaborar una nueva narrativa europea.

 Esa nueva narrativa pondría en valor los logros alcanzados durante las últimas seis décadas en nuestro continente en términos de libertades, de justicia, de respeto a los derechos fundamentales y de progreso.

 Esa nueva narrativa se inspiraría en los principios de responsabilidad y cohesión, de mutua confianza y solidaridad.

 Todos estos valores y principios conjugan lo que podríamos denominar el “European way of life”. Y es importante que cuando nos aprestamos a elaborar nuevas reglas de gobernanza mundial ya sea en el ámbito económico-financiero, comercial, industrial o medioambiental seamos capaces de impulsar esos principios y valores que constituyen nuestra manera de ser y estar y que han contribuido a fortalecer nuestra democracia y alcanzar el progreso y el bienestar en nuestros pueblos. Con razón, el expresidente de Brasil, Lula, afirmaba en los momentos más negros de la crisis financiera –felizmente superados- que la Unión Europea no podía desaparecer porque “es un patrimonio democrático de la humanidad”.

Toda narrativa tiene por objeto aunar convicción y corazón: razón y sentimientos constituyen dos poderosas fuerzas movilizadoras. Pero un profesor universitario como Madariaga no se contentaría con una mera teorización; antes bien, la utilizaría como palanca para desarrollar una pedagogía sobre Europa.

 Como diría un antecesor en el cargo en la Secretaría de Estado, “Europa es como el aire que respiramos”; es decir, está ahí, es necesario para nuestra existencia pero… ¿Cuántos de ustedes se levantan cada mañana y se ponen a pensar en él, en su pureza, en su necesidad? Ninguno, estoy seguro. Lo aspiran y hops, a por la taza del reparador café. De igual manera, Europa forma parte de la cotidianeidad de nuestra existencia. Y a pesar de que, según una reciente encuesta, sólo el 43% de los consultados conocía el significado de pertenecer a la Unión Europea y el 48% afirmaba desconocer sus derechos, lo cierto es que somos europeos… sin saberlo y nos apercibimos de la presencia y la influencia de Europa en nuestras vidas en muy contadas ocasiones.

 Lo expresaré con una vivencia personal: hace un tiempo me tocó llevar a mi hija Inés al colegio porque la chica alemana que la solía acompañar sufrió una peritonitis. La ingresamos en urgencias y fue operada al día siguiente con la sola presentación de su tarjeta sanitaria alemana. Esa experiencia me retrotrajo varias décadas cuando de niño acompañé a un amigo que se había roto un brazo en un hospital inglés y para curarle nos exigieron un depósito de no sé cuántas libras esterlinas. La diferencia entre uno y otro caso se llama Europa. La madre de nuestra alemana se personó ipso facto en cuanto le comunicamos el ingreso de su hija en el hospital. Cuando llegó a Madrid nos comentó que el billete de avión desde Hamburgo a nuestra capital le había costado 89 euros. Recordé entonces los 500 euros que pagaba yo hace catorce años para volar entre Madrid y Bruselas. La diferencia entre una y otra cantidad tampoco es una casualidad. Proviene de la desaparición de los monopolios y de la apertura de la competencia. La causa tiene también nombre: Europa.

 Cuando aquella mañana preparé el desayuno a mi hija, vi que el bote de Cola-Cao especificaba toda una serie de condiciones que obedecían a normativas europeas para proteger la salud de los consumidores, las mismas en todos los países de la Unión: otra vez Europa. Más tarde cogimos un autobús que enarbolaba orgulloso el lema de “bajo en emisiones”… de acuerdo, claro está, con la normativa europea. Una vez que llegamos al Kindergarten de Inés, comprobé que los juguetes con que se entretenían sus compañeros portaban unas etiquetas donde constaba su sujeción a las normas europeas. Otra vez Europa.

 Dentro de unos años, esos mismos niños tendrán una oportunidad que no disfrutó la gente de mi generación: un día atravesarán las fronteras entre países sin guardar colas interminables, sin presentar pasaporte, sin cambiar moneda, sin necesidad de adquirir un seguro especial para su coche, con el objetivo de estudiar un ciclo de estudios en una Universidad europea. Y así podría continuar con ejemplos de la vida cotidiana de cada europeo ad infinitum.

 Y una buena ocasión para articular una nueva narrativa europea y para hacer pedagogía sobre Europa la tenemos a la vuelta de la esquina. Me refiero a las próximas elecciones al Parlamento Europeo, convocadas para el mes de mayo del próximo año de 2014.

 Hay una reflexión de Madariaga que repito con frecuencia: es aquella en la que dice que “Europa no será una realidad hasta que lo sea en la conciencia de sus ciudadanos”. Esos mismos ciudadanos quizá cansados, quizá desalentados por la dura crisis económica por la que hemos atravesado, esos mismos ciudadanos que contemplan con desazón la insoportable lentitud de la Unión para tomar decisiones que afectan a sus vidas. Siendo todo esto cierto, no lo es menos que la construcción europea sigue siendo la más hermosa utopía del siglo XXI. Como todas las utopías requiere de personas que aúnen visión y ambición para hacerlas realidad. Y no son las opciones populistas o eurófobas las que van a perseverar en la construcción del edificio europeo; este tipo de opciones son tan capaces de destruir como incapaces de construir. En estos momentos lo que necesita Europa son ciudadanos responsables que elijan a políticos de temple y convicciones para responder a los desafíos que tiene planteados nuestro continente.

 Y termino.

 En el año 2010, el profesor Derungs dedicó un ensayo a D. Salvador de Madariaga que subtituló como “un europeo desconocido”. Es posible que Madariaga no tenga el reconocimiento popular que merece, pero para quienes admiramos su obra, conocemos su compromiso y respetamos su trabajo intelectual, constituye, hoy en día, 35 años después de su muerte, un faro que alumbra con luz potente nuestras decisiones en momentos difíciles. Y alguien así, créanme, merece el reconocimiento de todos. Y eso, -nada más pero nada menos- es lo que he pretendido con toda modestia en esta sesión de apertura de la promoción Voltaire.
Muchas gracias por su atención.

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