Ciudadanía y Brexit: los derechos de los ciudadanos no deben sufrir más incertidumbre

Una de las pocas consecuencias positivas del Brexit – si no la única – ha sido la puesta en valor de la identidad europea, con esfuerzos renovados de las instituciones europeas para trasmitir sus méritos. Aunque es cierto que los orígenes de la Unión fueron comerciales e industriales, muchos de los logros están relacionados con los derechos de los ciudadanos: la Convención Europea sobre los Derechos Humanos, la consolidación del estado de bienestar y más tarde el programa Erasmus +, sin olvidar la libre circulación de personas.

Los derechos de los ciudadanos subyacen la prosperidad de los países. Las empresas se benefician de la libertad de movimiento de personas y el acceso al sistema de seguridad social (así como la pensión agregada) bajo el amparo de la legislación europea. En una encuesta realizada en abril 2017 por la Cámara de Comercio Británica y respondida por 117 empresas españolas y británicas, el 76% de las compañías identificó como primera prioridad los flujos de talento, por encima de regímenes normativos o aranceles. Profesionales de actividades tan diversas como la investigación, servicios profesionales o la cultura pueden desarrollar su actividad en distintos países miembros, gracias al reconocimiento de sus cualificaciones. Estudiantes pueden hacer la carrera en diferentes países de la Unión Europea, incrementando la competitividad sana entre universidades; y gracias al programa Erasmus muchos más gozan de una experiencia internacional que les enriquece y les prepara mejor para trabajar en un entorno cada vez más global. Las ventajas para los ciudadanos fortalecen a Europa, cultural y comercialmente.

No obstante es difícil encontrar referencias explícitas a los ciudadanos de la Unión Europea antes del informe del Grupo de Reflexión presidido por Felipe González, que en las conclusiones que presentó al Parlamento Europeo en 2010, señaló la necesidad de aumentar el sentimiento de pertenencia al proyecto europeo y para ello, propuso que los Estados miembros concediesen derechos de voto en sus procesos electorales a los nacionales de otros Estados miembros, después de un cierto periodo de residencia y de pago de impuestos, así como la introducción de listas transfronterizas en las elecciones al Parlamento Europeo. Aunque el informe tuvo una acogida positiva, las recomendaciones siguen sin implantarse.

El Brexit supone una amenaza para los derechos de los ciudadanos europeos en el Reino Unido y los británicos en los estados de la UE 27. La Convención Europea sobre los Derechos Humanos únicamente reconoce el derecho a la vida particular y familiar y a la propiedad, pero no reconoce el derecho a trabajar o estudiar, el acceso a asistencia social o una pensión, ni siquiera la no-discriminación. De todos modos, hasta ahora el gobierno de Theresa May afirmaba que a partir del 30 de marzo de 2019, no reconocería la legislación europea. Ahora queda por ver la postura del nuevo gobierno aunque, como queda claro en un informe preparado para el Parlamento Europeo, no se reconocen los derechos adquiridos.

Ante esta situación, es especialmente preocupante una tendencia en auge de convertir la ciudadanía en un bien, que se puede adquirir por un precio determinado, concretamente la inversión económica en un país. Mientras es perfectamente lícito e incluso comprensible que un país facilite la inversión por parte de extranjeros (casi la mitad de los países europeos, entre ellos España, lo hace) y que existan condiciones ventajosas para dichos inversores, no se debe reducir la ciudadanía a un bien a comercializar, ni limitarla a los que tengan el poder adquisitivo para comprarla.
En el caso de España, extranjeros que solicitan la nacionalidad española (que les otorga la ciudadanía europea) deben superar dos barreras: necesitan presentarse a dos exámenes: el de Conocimientos Constitucionales y Socioculturales de España (CCSE) y el Diploma de Español como Lengua Extranjera (DELE). Independientemente del tiempo y del coste que supone presentarse a los exámenes, su utilidad es cuestionable: cabe dudar si la mayoría de españoles acertaría la respuesta correcta a preguntas como “¿Cuántas formaciones políticas estaban registradas en España en 2015?” (la respuesta correcta es 4.700).

En cuanto al Reino Unido, los resultados de las elecciones generales provocan una gran incertidumbre: hasta el pasado jueves 8 de junio, Theresa May habló sobre todo de la defensa y acuerdos de libre comercio con el mercado europeo y sus 500 millones de clientes, sin reconocer la libre circulación de personas (por el aparente rechazo popular a la inmigración), algo que sería inaceptable para la Unión Europea. El aumento en la representación del partido laborista no cambia esta postura sustancialmente: el programa político habla del mercado único y de cooperación, pero mantiene la línea de acabar con la libertad de movimiento, que choca con la promesa de garantizar los derechos de ciudadanos europeos en el Reino Unido y asegurar la reciprocidad de los derechos para ciudadanos británicos en la UE 27.
Afortunadamente las directrices de la Comisión Europea, aprobadas en mayo 2017, señalan que “salvaguardar los derechos de los ciudadanos de la UE 27 y sus familias en el Reino Unido, así como de los ciudadanos del Reino Unido y sus familias en países de la UE 27 es la primera prioridad para las negociaciones, debido al gran número de personas afectadas directamente y a la gravedad de las consecuencias de la salida para estas personas”. Está previsto abordar la cuestión de estos derechos en la primera fase de la negociación en octubre 2017, junto con los costes financieros de la salida del Reino Unido. El hecho de que estos dos asuntos coincidan en el tiempo perjudica al primero, dado que “el arreglo financiero” se prevé extremadamente difícil y si la Unión Europea mantiene su rechazo a un acuerdo blindado sobre los derechos de los ciudadanos, es posible que no se logre un acuerdo sobre este tema tan esencial para las personas, las empresas e instituciones y los países. Es más, estos plazos se pueden alargar debido a la falta de interlocutores a corto plazo en el lado británico, después de las elecciones.

Ante este escenario la posición de España tiene especial relevancia, aunque evidentemente el Gobierno español asume las directrices europeas. A diferencia de otros países de la UE27, España cuenta con más británicos (unos 309.000 británicos empadronados) que españoles en el Reino Unido (unos 150.000), y un “abandono” por el Reino Unido de sus ciudadanos podría generar problemas para el gobierno británico. Existen fuertes lazos en el ámbito educativo y hay vínculos muy estrechos entre las economías de ambos países: muchas empresas del IBEX 35 tienen una parte significativa de sus activos en el Reino Unido, un importante “generador de beneficios” para empresas grandes y medianas en sectores tan diversos como agricultura, ingeniería o finanzas. Y las empresas necesitan la libre circulación de personas, no solo de bienes, servicios o el capital.

Se ha hecho notoria la frase de Theresa May que “será mejor ningún acuerdo que un mal acuerdo”. Más allá de la rotundidad y “postureo” de las palabras, es preocupante la falta de definición de qué significa un mal acuerdo: ni desde el anterior gobierno ni desde ninguno de los partidos se han comunicado líneas rojas o criterios de valoración del acuerdo. Definir los términos del acuerdo debe ser una prioridad absoluta para el Reino Unido y la Unión Europea: la incertidumbre actual, que desgraciadamente ha aumentado ahora, perjudica a los ciudadanos y a sus países.

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