La derrota del Brexit más “duro”

Lo de que a la primera ministra británica, Theresa May, le ha salido “el tiro por la culata” se ha repetido mucho en los análisis y comentarios sobre los resultados de las recientes elecciones en su país y sobre sus consecuencias para ella, para la negociación Londres-Bruselas y para el futuro de las relaciones entre Gran Bretaña y la Unión Europea. La imagen del tiro y la culata, y la sonoridad de esa expresión española resultan mucho más gráficos que su equivalente en inglés (el escueto backfire) para ilustrar el fracaso espectacular de la señora May en su intento de afianzarse y reforzarse como líder.

La primera ministra, que heredó el cargo, sin pasar por las urnas, tras la retirada de David Cameron en julio del año pasado (a raíz del NO en el referéndum sobre la permanencia del Reino Unido en la Unión), convocó elecciones anticipadas en el mes de abril, con el argumento de que necesitaba más poder, más respaldo parlamentario y mayor capacidad de maniobra, para negociar con Europa unas condiciones de salida (“Brexit quiere decir Brexit”, May dixit) que resultaran, en teoría, lo más convenientes posible para los intereses británicos. Para ello contaba con aprovechar en su favor, entre otras cosas, la debilidad y las disfunciones de los partidos de oposición: el líder laborista, Jeremy Corbyn, aparecía como un rival políticamente inestable y muy cuestionado, incluso en su propio partido.

El resultado de las elecciones ha sido tan catastróficamente opuesto a los cálculos y ambiciones de Theresa May y sus estrategas de cabecera, que no solo el futuro político de la primera ministra ha quedado maltrecho, sino que incluso el Brexit y sus circunstancias pueden transcurrir por vías muy diferentes de lo que pudo pensarse a raíz del referéndum.
Los errores muy notables de la campaña de May y el éxito, inesperado y un tanto oportunista, de la de Corbyn han ayudado decisivamente a esta situación. La clave de la derrota de los conservadores tiene mucho que ver, probablemente, con el malestar que vive una buena parte del país por la desigualdad insultante, por el clasismo, que lejos de reducirse tiende a hacerse más evidente cada día, y por los efectos de la desregulación, que ha estimulado a los especuladores y está favoreciendo descaradamente a los más ricos y poderosos de la escala social.

Pero también ha tenido mucho que ver la actitud de la propia Theresa May, su inconsistencia como candidata, su aire inseguro e incongruente, sus rectificaciones forzadas (como en el anuncio del llamado “impuesto a la demencia”, que provocó una reacción airada de los pensionistas, ricos y no ricos, que eran los grandes perjudicados), y el hecho, en sí mismo, de que, al suceder a Cameron como líder, había asegurado una y otra vez que no convocaría elecciones anticipadas. Ese desprecio por la memoria de la gente pasa factura de algún modo.

Por no hablar de que, poco antes del referéndum sobre el Brexit, la entonces ministra del Interior en el gobierno de Cameron proclamaba los beneficios económicos de formar parte de la Unión Europea: un bloque comercial de 500 millones de personas; y advertía del riesgo de fugas de empresas al continente en caso de optar por la salida, y animaba a los británicos a votar por el futuro y no intentar recrear el pasado. La misma persona, solo unos meses después, ya como primera ministra, pregonaba pomposamente y con ciertas reminiscencias imperiales el futuro de Gran Bretaña, fuera ya de la Unión, como potencia soberana y como global nation.

Resulta un poco patética, vista ahora, la actitud de arrogancia vestida de ingenuidad que mantenía el gobierno de Londres, solo unos meses atrás, con vistas a la negociación con Bruselas para el desenganche británico, y la insistente amenaza de la señora May sobre un posible “no acuerdo”, que según ella sería preferible a un acuerdo que fuera “malo” para su país. No menos irreal parecen las referencias a la Commonwhealth, y no digamos la consigna de reivindicar la “relación especial” con Estados Unidos, especialmente ahora, contando en la Casa Blanca con un presidente aislacionista por temperamento y tan imprevisible siempre como Donald Trump.

El hecho es que, con su apoyo a Jeremy Corbyn, el voto joven británico, especialmente el voto cosmopolita y pro europeo, que se apuntó a la abstención en el referéndum sobre el Brexit, ha favorecido ahora este resultado electoral, en buena medida como reacción al desengaño tras aquella consulta. Y ello, a pesar de que el actual líder laborista no destaca precisamente por su entusiasmo europeísta, y su papel en la campaña de hace un año, donde teóricamente defendía la permanencia de su país en Europa, fue… nefasto.

Corbyn no ha hecho, en este terreno, sino volver a la tradición de la izquierda más rocosa del laborismo, reticente, cuando no abiertamente hostil a la Europa Comunitaria. Recordemos que, en las elecciones de 1983, el programa del Partido Laborista, que tenía como líder y candidato a Michael Foot (un veterano periodista y escritor, representante característico del sector más izquierdista de la formación), incluía la promesa de abandonar la Comunidad Europea en caso de victoria. Su rival, Margareth Thatcher, que no fue una entusiasta del proceso de integración europea, ciertamente, pero que sabía qué era lo que le convenía a Gran Bretaña y nunca se planteó abandonar la Comunidad, obtuvo una gran victoria; y el laborismo, el peor resultado prácticamente desde su fundación.

Fue, recordemos, en enero de 1973, con Edward Heath, un primer ministro conservador moderado y europeísta, cuando Gran Bretaña se convirtió por fin en miembro de lo que entonces eran las Comunidades Europeas. Dos años después, en junio de 1975, ya durante el segundo mandato del laborista Harold Wilson, tuvo lugar un referéndum (era un procedimiento insólito en el Reino Unido, pero así figuraba en el programa electoral del partido) para que los británicos decidieran si continuar con la integración en Europa o abandonarla. El voto favorable a la permanencia se impuso rotundamente, por más de un 67 por ciento.

Pero, en vez de zanjar definitivamente la cuestión, como parecería lógico, la consulta sentó un precedente. Y como recordaba no hace mucho Javier solana, en el Reino Unido nunca se habló bien de la Unión Europea. Y los medios conservadores, sobre todo la prensa popular y sensacionalista, que es la que más se lee, y que más influye en muchos aspectos, han librado siempre su propia guerra de rechazo y desprecio contra todo lo que llegara de Europa, es decir… de Bruselas. En un discurso pronunciado en Birmingham en 2001, Tony Blair definió las relaciones de su país con la Comunidad europea como “una historia lamentable de oportunidades perdidas”, y una tragedia para los intereses británicos, de la que responsabilizó a los políticos del país desde la posguerra, por no haber sabido ver la transcendencia de la integración europea.

Llegados a este punto, la tragedia se ha consumado. El pasado lunes, 19 de junio, se iniciaba finalmente, de manera formal y con un gran un gran retraso acumulado, la negociación sobre el divorcio entre Gran Bretaña y la Unión Europea se. Y lo ha hecho en una atmósfera muy distinta a lo que se preveía. El nuevo panorama político británico puede favorecer un Brexit mucho menos duro de lo que imaginaban y pretendían los grandes enemigos de Europa. Hace solo unas semanas, la doctrina oficial de Londres era que las relaciones futuras entre Gran Bretaña y la Unión Europea tendrían que basarse en un modelo nuevo: ni la situación de Noruega ni la de Suiza serían aceptables para el Reino Unido. Y así sigue siendo, nominalmente, pero el escenario ha cambiado de forma muy significativa.

La situación de Noruega es una referencia interesante. No está en la Unión Europea (porque sus ciudadanos han decidido en referéndum, siempre por un estrecho margen, quedarse fuera) pero en la práctica es “casi” como si lo estuviera. Noruega está en el Espacio Económico Europeo y ha incorporado, en consecuencia, la amplísima legislación europea derivada de ello, además de participar en muchos de los programas y acuerdos de la Unión, como los de cooperación judicial, Shengen, Europol o Erasmus. Y todo ello implica, además de la obligación de contribuir al presupuesto de la UE, pero sin participar en la toma de decisiones por ser formalmente un país ajeno a ella, el admitir, por supuesto, la libre circulación de ciudadanos de la UE. Eso es lo que el gobierno británico quiere controlar y limitar a su conveniencia en su nueva situación, algo incompatible con el acceso al mercado único europeo.

Tras las elecciones, con una oposición fortalecida y una primera ministra en el 10 de Downing Street en situación de extrema debilidad (sin la mayoría absoluta con que contaba su partido y teniendo que depender del apoyo parlamentario nada fiable de los unionistas protestantes de Irlanda del Norte) el margen de maniobra de los negociadores británicos se la limitado mucho. Por un lado, ni siquiera los ultraderechistas del DUP podrían apoyar una vuelta a las fronteras tradicionales entre el territorio norirlandés y la república de Irlanda. Además, laboristas y liberal-demócratas están ahora en mejores condiciones para dar la batalla en el Parlamento en favor de una salida razonable y aceptablemente… europea. Y dentro del Partido Conservador, la nueva líder en Escocia, Ruth Davidson, un personaje clave en el nuevo panorama del grupo, se lo ha dejado claro a Theresa May cuando le ha dicho que hay que anteponer las cuestiones y los intereses económicos al control de la inmigración. No puede estar más claro.

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