Familia y derecho de la Unión Europea

Uno de los temas con menor repercusión en los medios es el papel que la Unión europea juega como legislador en el ámbito personal y familiar. El lector ajeno a la evolución de la Unión europea se preguntará, con razón, donde está el interés de la Unión por la familia. Pues bien, el desarrollo del estatuto de Ciudadano de la Unión –introducido por el Tratado de Maastricht en 1992-, unido a una caracterización jurisprudencial de las divergencias normativas entre los Estados miembros como obstáculos a la libertad de circulación de las personas -propugnada por el artículo 21 TFUE-, explican todas las propuestas de la Comisión Europea a partir de 1998, cuando -coincidiendo con la entrada en vigor del Tratado de Amsterdam-, se apuntala la base competencial que faltaba para proceder a una intervención normativa también en materia familiar, bajo el paraguas del principio de subsidiariedad. En un marco en el que lo relevante era y es incentivar los movimientos de personas, las Instituciones europeas estaban llamadas a dar respuestas complementarias a los problemas jurídicos más cercanos al ciudadano. Sobre la base de unos valores compartidos, desde entonces el Derecho internacional privado de la UE contribuye al objetivo de incentivar los movimientos, -a diferencia del Derecho de Extranjería, siempre nacional y orientado a restringir el movimientos de personas-. Un Derecho internacional privado de la UE que avanza dentro de los márgenes del Espacio de libertad, seguridad y justicia y los valores y objetivos que le son propios: una Europa al servicio de los Ciudadanos –como se proclamaba en el Programa de Estocolmo de 2009-, en el marco del cual las decisiones judiciales y no judiciales puedan circular en términos análogos a como tiene lugar en el interior de cada Estado miembro.

En este contexto de integración supranacional el interés de los particulares reside en reforzar la previsibilidad y la seguridad jurídica, de tal modo que, en caso de un divorcio vinculado con distintos Estados miembros, los interesados puedan conocer de antemano a qué jurisdicción acogerse o qué derecho se va a aplicar a la resolución de sus expectativas. El objetivo de la Unión consiste en racionalizar la intervención de las distintas jurisdicciones nacionales para un mismo asunto y de ese modo evitar sentencias materialmente contradictorias.

Los resultados son limitados a las situaciones transfronterizas, no inciden por tanto en las relaciones jurídicas internas. Parten de una aproximación pragmática de modo que, por ejemplo, en relación con el matrimonio y su disolución, se asume el divorcio como un hecho más de la realidad social de los Estados miembros; una aproximación que explica la ausencia de definición de nociones centrales para el Derecho como la de matrimonio o el divorcio, aunque a futuro no estaría de más una reflexión general que cristalizara en algún tipo de instrumento jurídico no vinculante-.

La intervención es tan amplia que tal vez cabría detectar un incipiente “estatuto familiar europeo” aunque fragmentado. La fragmentación es significativa y deriva de la desigual participación de los Estados miembros –posición especial del Reino Unido, Dinamarca e Irlanda- y acusada por el recurso a los mecanismos de cooperación reforzada en la adopción de los últimos Reglamentos para salvar la falta de acuerdo en los valores subyacentes –así, en los relativos a derecho aplicable al divorcio, a los efectos económicos del matrimonio y a los efectos económicos de las parejas no casadas-.

Pero se identifican al menos cuatro grandes bloques de problemas que cuentan con una regulación separada: el relativo al divorcio y a la separación judicial; el que concierne a los hijos del matrimonio y las correspondientes medidas de protección derivadas de la patria potestad y las asistenciales; en el ámbito patrimonial se comprenden los alimentos y los efectos económicos del matrimonio y de las parejas no casadas. Los problemas escogidos evidencian que este Derecho internacional privado de la UE está esencialmente orientado a los aspectos económicos de la familia así como a la protección de los menores –respecto de los que en los Estados miembros se ha generado un auténtico Derecho público sobre medidas de protección-. Faltarían por regular algunos sectores en los que la contraposición valorativa es más radical: el establecimiento de la filiación en todas sus variantes –sobre todo en cuanto a la maternidad subrogada pero también en adopción-; las condiciones de entrada en la institución matrimonial –parejas del mismo sexo-; los efectos personales del matrimonio o el derecho al nombre –aunque sobre esto el TJUE haya forjado una significativa jurisprudencia adecuada a los objetivos de la Unión-.
A la vista de este panorama todavía se podrá ser escéptico e incluso crítico con la acción de la Unión Europea en materias de estado civil, tan ligadas a la cultura e idiosincrasia de los Estados. Se podrá alegar la falta de justificación –ni siquiera llaman la atención las cifras presentadas por la Comisión acompañando a cada una de sus propuestas -; criticar las soluciones normativas que ocultan un compromiso político o las que por su flexibilidad se insertan con dificultad en la práctica de los sistemas jurídicos de base legal. Con todo, parece incontestable que la Unión Europea ha sido y es un factor de modernización de nuestro sistema de Derecho internacional privado, al que se suma el soporte abnegado y constante de los órganos judiciales españoles a quienes corresponde su interpretación y aplicación.

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