A Roma el 25 de marzo de 2017

El marco fue la Sala de los Horacios y Curiacios del Campidoglio romano. Se entraba en ella a través de la plaza diseñada por Miguel Angel con la imponente estatua de Marco Aurelio en el centro. Los seis ministros de Asuntos Exteriores de los Estados que formaban la “pequeña Europa” rubricaron los voluminosos textos de los ya consagrados como “Tratados de Roma”. Era el 25 de marzo de 1957, un día soleado de la incipiente primavera romana.

Con visible satisfacción Adenauer habló y dijo: “Hace poco tiempo existían muchos detractores que pensaban que el acuerdo que hoy consagramos oficialmente era irrealizable… Pero fueron los optimistas y no los pesimistas quienes tuvieron razón”. Paul Henry Spaak, el mayor artífice del enfoque de los Tratados, subrayó “el inmenso alcance de lo que se puede considerar como la transformación voluntaria y dirigida más grande de la historia de Europa que reposa ya no en el recurso a la fuerza sino en un llamamiento a la inteligencia”.

Tras el primer embrión de la construcción europea que fue la CECA y tras el gran fracaso que significó la Europa de la Defensa, el proyecto de integración europea sentaba las bases de un camino fecundo que llega hasta nuestros días. Todos eran conscientes de que lo que se firmaba en Roma no era un mero acuerdo de carácter comercial entre los seis Estados signatarios. Era mucho más. Tenía un profundo sentido político: un gran paso hacia una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa. Todo el entramado institucional, que asumía el modelo de la CECA diseñado por Jean Monnet, respondía a esta orientación. Las instituciones comunes expresaban con fuerza la superación de una concepción meramente intergubernamental. Aunque, también, era coherente con las palabras de Schuman en su Declaración de 9 de mayo de 1950: “Europa no se hará de un golpe ni en una construcción de conjunto; se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de hecho”.

Sesenta años después el edificio, cuyas primera piedras se pusieron en Roma, no sólo sigue en pie sino que ha experimentado formidables avances tanto en lo que se refiere a su ampliación como en lo que respecta a los ámbitos de la integración. ¿No podemos decir en verdad que “esta Europa” ha sabido salvaguardar la paz en el continente y convertirse en un encomiable espacio de libertad y prosperidad? ¿No hay motivos para conmemorar el aniversario de aquella fecha histórica?

Es cierto que, como dijera Jean Claude Juncker en su último discurso sobre el estado de la Unión, ahora Europa vive una “crisis existencial”. Las corrientes que ponen en cuestión o combaten ferozmente el sentido del proyecto europeo han ganado adeptos, aunque no está de más recordar que la integración europea ha contado desde su nacimiento mismo con dos potentes adversarios: los nacionalismos y los enemigos de la democracia. Por eso, en las actuales circunstancias, la conmemoración de los Tratados de Roma no debe ser una celebración más. Debe servir para una reafirmación del proyecto europeo y de los valores en que se sustenta. Debe servir para transmitir ese legado a las generaciones que ya no han vivido los duros años de la postguerra. Y debe servir para reflexionar sobre el horizonte de nuestro futuro. Es decir, sobre qué caminos debemos ahora recorrer para seguir avanzando hacia las deseables metas de integración a la que todavía no hemos llegado.

Las razones de 1957 son las mismas de 2017. Los enemigos de entonces son similares a los de ahora, aunque se presenten con vestimentas diferentes. Entonces se libró un vigoroso combate político, en el que los partidarios de la integración sabían que el futuro de las democracias europeas estaba indisolublemente unido con el de una Europa integrada. Es este el combate que también ahora se libra en toda Europa. El europeísmo debe afrontarlo con inteligencia y pasión.

El Movimiento Europeo nos va a convocar en Roma el próximo 25 de marzo. Hay muchos motivos para estar allí y proyectar hacia el futuro la idea de la Europa unida. Y poder decir con Adenauer: “fueron los optimistas y no los pesimistas los que tuvieron razón”.

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